Había decidido tener un revolcón con un veinteañero. Me apetecía. No era una decisión meditada. Era más un capricho. Ahora el tema estaba en cómo lograrlo. Sabía que no sería fácil, o sí. No soy modelo de pasarela, aunque no aparente los años que tengo. Repasé mi memoria para saber a cuántos contactos de esa edad tenía acceso. El tema se me presentaba difícil.
Si no recordaba mal, hacía un par de semanas conocí a uno. Decir conocer es incorrecto. Debería puntualizar el concepto. Crucé algunas palabras, varias frases y una sola mirada con él. Mirada con la suficiente intensidad como para haber deseado abofetearle allí mismo. Y es que a la hora de formular mi capricho, no tuve en cuenta lo chulo que puede ser un chico de veintitantos, cuyo principio es: “Atrévete: tienes mucho que ganar y poco que perder”.
Estábamos en plena organización de una boda. Era de mañana, lo que significaba que todos habíamos tenido que madrugar después de trasnochar por haber trabajado en otra boda la noche anterior. Se notaba en todos nosotros la falta de concentración, y en mí mayor tensión. Tenía que estar todo listo a plena luz del día. Y aunque parezca más de lo mismo, no es igual. Organizar los preparativos de una boda que se va a celebrar por la noche da más oportunidades. Hay más tiempo para cuidar los detalles, el encanto de la iluminación disimula los olvidos y la magia de las estrellas ayuda a hipnotizar a invitados y novios. Para un evento a plena luz del día se necesitan más de mil ojos. Repasé la hora de llegada de los invitados (a las 13:30), el comienzo del cocktail en el jardín (13:45), el inicio del almuerzo en el salón principal (15:00 hrs.) y el baile en el salón anexo a las 18:00. Repasé el montaje de las mesas, las copas, los cubiertos, centros de flores, tarjetones con el nombre de los novios y el menú, señalizadores…Todo estaba correcto. Eché un ojo al cielo y, no desde muy lejos iban llegando las nubes. Las primeras eran abiertas, blancas y algodonadas. Las siguientes más compactas, grises y amenazantes. Parecía que iba a llover y eso era lo que menos deseaba en aquel momento. Al menos, hasta que los invitados hubiesen acabado el cocktail en el jardín y pasado al salón para la comida. Comenzó el servicio. El metre recibió a los invitados. Los camareros empezaron a sacar bandejas, primero de bebida, después de canapés. El viento decidió anticiparse a la lluvia y algunos tocados y pamelas de las invitadas cambiaron su estilismo. Y yo mientras, suplicando veinte minutos de tregua, luego quince. Según iba pasando el tiempo, mis plegarias pasaron a ser por diez. Los camareros iban y venían, del jardín a la cocina, de la cocina al jardín. Las delicias calientes estaban en su punto. Bandejas con bocaditos vegetales, mini tostitas de sobrasada a la menta, cucharitas de foie con terciopelo de cebolla. Cinco minutos más y la lluvia empezó a caer. Primero despacio, gota a gota. Los invitados fueron pasando al salón. La lluvia pasó a ser más fuerte, justo en el momento en el que la pareja de novios hacía su entrada, saludando y sonriendo. Suspiré aliviada, la primera parte del servicio se había salvado, y con éxito. Los invitados se levantaron de sus sillas para recibir a la pareja. Después se acomodaron de nuevo en sus asientos. Fuera empezó el correr del personal de infraestructura para reubicar las cajas a cubierto. Los cocineros continuaron preparando los platos en la cocina. Nosotros no teníamos espacio dentro. La lluvia no era muy intensa, podríamos aguantar fuera si se mantenía tal como había empezado, pero eso iba a ser mucho pedir. Lo intuía. Los camareros, bajo las instrucciones del metre, sirvieron agua y vino a los comensales. Seguidamente, el entrante, el primer plato, el segundo y comenzó el diluvio en toda regla. Mientras los invitados degustaban el postre, los camareros en su entrar y salir empezaron a notar los efectos del agua en sus uniformes. Los que estábamos fuera apostábamos por encontrar alguna parte de nuestras prendas sin humedecer. La recogida de material estaba empezando a ser un caos, al margen del éxito de la organización cara a los invitados. Y fue en ese momento de máxima tensión, lluvia a granel, aire, frío, cuando un camarero me preguntó si no había un plato seco y limpio para ponerse algo de comer. Era lo único que me faltaba. Me pareció un despropósito por su parte. No había tiempo. No era el momento. Le grité. Contesté. Ante una pregunta sin sentido, una respuesta fuera de lugar. Y me cabreé. Quizá en exceso. Tuvo suerte que no reaccionara peor. Podía haberle lanzado un plato. Uno que previamente hubiera secado bajo la lluvia. Como pedía. No lo hice. Tenía otras cosas que pensar. Otros detalles que organizar. Otros problemas que solventar. Con la mirada encendida y empapada hasta la ropa interior intenté relajarme. Mientras, contaba hasta un millón. El veinteañero, camarero en la boda, pasó por mi lado, llamó mi atención y retándome con la mirada me dijo: - “ Todavía le estás dando vueltas a eso?” – Y aunque lo estaba haciendo, le contesté que no. Y me quedé parada, mirándole. Él se giró y continuó con su trabajo. Aquello empezaba a superarme. Le hubiera lanzado aquel maldito plato aunque él no fuera el que lo había pedido, pero ya me estaba dando la espalda y eso hubiera sido a traición.
La fiesta terminó con éxito. Los novios estaban felices, los padres también, y un número importante de invitados con sobredosis de alcohol. Las bebidas gratis y la música, hacían olvidar que las normas del protocolo indican que una dama que se precie no debe descalzarse para bailar al son de la “Macarena”, y un caballero no debe quitarse el chaleco, arremangarse la camisa y besar con lengua a la prima de la novia por muy recién divorciada que esté, delante de la familia aún presente. Pero somos así. Son así. Quieren una boda excelente en detalles, perfecta en atenciones, excesiva en delicatessen, suprema en calidad y luego pierden las formas y modales a la primera de cambio.
Terminamos de recoger todo el montaje. Empezó el desfile de personal. Se despidieron los cocineros y camareros con un adiós dicho desde lejos. Hasta la próxima.
Después de nuestro primer impacto visual y unas cuantas palabras no muy acertadas, volvimos a coincidir. Esta segunda vez, y no sé aún por qué, hubo una conexión de unas cuantas frases y una promesa de una tableta de chocolate de regalo. Le habían dado unas tabletas y quería compartirlas conmigo. Si volvíamos a coincidir, me las daría. Y coincidimos.
Hubo otra boda a la semana siguiente. El espacio era otro, el menú diferente, pero el trabajo para que todo estuviese a punto, era el mismo. Cada equipo tenía las instrucciones perfectamente redactadas, detalladas con horarios y pormenores. Tras dos horas de montaje de mesas, sillas y detalles de decoración todo quedó listo. Los invitados fueron llegando. Después, los novios. Empezó el cocktail y a continuación la cena. El servicio muy correcto, los invitados educados y los novios agradecidos. Con el momento baile y las copas, quizá debería rectificar los adjetivos, pero tampoco es cuestión de sacar punta a todos los comportamientos. Mi trabajo había terminado. Antes de irme, mi veinteañero me regaló una tableta de chocolate. No se había olvidado.
Al día siguiente y antes de la media noche, le mandé un sms: “X cierto, el chocolate muy muy rico. Engordaré y tendré michelines a tu costa. En serio, muchas gracias. Bsos”
Pasada más de una hora, recibí: “Me alegra tu sms y q te haya gustado mi choco. Si por mi culpa tienes miche, lo puedo arreglar, je, je. Bss wpa”. No pude dejar de contestar: “Ok, tendré en cuenta tu propuesta..ja,ja. Dulces sueños. Hasta la próxima. Bsos de chocolate”. Al día siguiente un nuevo mensaje me despertó: “Deberíamos quedar”. Respondí: “¿por qué?”. Y recibí de vuelta un: “¿Por qué no?”.
Pasados unos días, quedamos. No puedo decir que tuviésemos una cita. Fue más una tarde de charla y refrescos. Después hablamos, durante días, por teléfono a media noche. Finalmente cuadramos nuestras agendas y volvimos a quedar. Nuestro primer beso me pilló por sorpresa. Habíamos estado tomando algo y charlando en el que decidimos llamar “nuestro bar” y en ese momento caminábamos por la calle dirección al metro. Ni siquiera sé de qué estábamos hablando. De pronto sentí sus labios sobre los míos. Y me gustó. Continuamos andando como si no hubiera pasado nada. Y nada era lo que precisamente no iba a ocurrir entre nosotros. Nos deseábamos. Nos atraíamos. Y empezamos con el plan establecido. Nos desnudamos. Nos acariciamos. Su cuerpo musculoso era perfecto. Y sus besos deliciosos. Podía haber estado besándole sin más, y hubiera llegado al orgasmo. Era pasional, dedicado, decidido y salvaje. Era para repetir. Y lo hice. Fue sexo. Y complicidad. Fue deseo. Y amistad. Fue un pecado que no me podía permitir de nuevo. Fue un capricho cumplido.
Días después sentí que le echaba de menos. Quería que me mirase, que me acariciase, que me besase y me tocase. Quería que me abrazase y que me hiciera el amor. Pero él no sabe qué es eso. Para él es sexo. Y yo no quería un polvo más y un adiós con prisas. No quería que esperase a que cerrase los ojos para salir huyendo.
No quiero que me diga que no puede dormir conmigo. Por eso hoy le digo que no quedaremos. Que no quiero follar. Que no tengo helado para derretir por su cuerpo porque he decidido congelar mi deseo y no volverle a besar.
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