miércoles, 12 de marzo de 2014

No hay una sin dos

Día de hospital. No hay una sin dos. Cuando parece que todo va, todo puede dejar de ir. Mi padre tiene un “run-run”. Lo mismo dice una canción cuya autora no es de mi devoción y por eso omitiré su nombre. Aquella canta un “run run en mi corazón”. Mi padre un “run run abdominal”. Lleva meses de médicos y especialistas sin un resultado. Ni positivo, ni negativo. Y quizá esto sea lo bueno, aunque yo estoy más en que es lo malo. Tener un run run y saber de qué es tranquiliza más que tener un run run desconocido. Finalmente le han hospitalizado. Habitación 513 de la quinta planta del hospital general. Tras varias radiografías, analíticas, gastroscopias, y colonoscopías han decidido cambiarle la dieta alimenticia y probar a suprimirle el gluten y la lactosa. Por descartar, nos comentan. Puede que sea celiaco. Y alérgico. Fuera todos los productos con gluten y los lácteos. Estupendo. Abre la bandeja de hospital con el menú que le toca y es para salir corriendo. Puré de patata y zanahoria, filete de pavo, pan sin gluten y fruta.
Mi padre insiste que no tiene ese problema con el gluten, que él no es “ciriaco”. Y bromeando me acerco a él, le cojo la mano y mirándole a los ojos le digo pronunciando despacio cada palabra: - No, tú eres José María. Tu nombre es José María. No te llamas Ciriaco.
Y me dice que yo sí que estoy tonta. Y me río.


Está muy delgado. Se le marcan todos los huesos. El pijama que lleva le queda grande por todos lados. Y el color de su piel es el que reflejan las sábanas, paredes y fluorescentes de hospital. Blanco, demasiado blanco.


Coincidimos allí todas las hermanas. Y mientras el médico pasa consulta en la habitación, nos hacen salir al pasillo y hablamos. La soledad le está matando. O quizá la propia vejez. Tenemos que pensar en algo. Una de nosotros pone voz a la posibilidad de ingresarle en una residencia de ancianos. Idea que todas en un momento u otro hemos valorado. Pero a ninguna nos convence. Porque ayer por la tarde, él ya había formulado la pregunta:
- Y entonces me vais a dejar en una residencia? Con los viejos?.-
Y como si de repente una fuerza nos hubiese hipnotizado, nos invadió a todas un sentimiento de tristeza que nos ahogó la sonrisa en lágrimas. Y nos miramos unas a otras sin tener una respuesta. Y respondimos sin mirarnos. No.


Los médicos dicen que no tiene nada. No se le ha despertado el cáncer como él se empeña en decir. Todos los valores son negativos. No es celiaco ni alérgico. Se seguirá llamando José María. Y tendrá que dejar de darle vueltas a lo quiera que le dé. No tiene nada que pensar. No hay más que puedan hacer.


Su compañero de habitación está en las últimas. Sus órganos vitales ya no responden. No habla. No abre ni siquiera los ojos. Es casi un cadáver. Y entonces a mi padre, cuando están solos, se le saltan las lágrimas. Porque ese también será su destino. Y el mío. Pero a él se le hace demasiado real y eso duele. Más que el “run run“ abdominal. Su hijo aparece de madrugada, justo cuando acaba de dar el último suspiro. Ya no es nada. La vida se le ha ido. Qué difícil es entonces entonar unas palabras. Esas de consuelo que no consuelan nada. Y dices que le acompañas en el sentimiento. Y él sólo sabe que lo que ahora siente le rompe el pecho.


Como el día que mi padre perdió a mi abuelo. Dicen que cuando pierdes a un padre, te quedas sin referencia. Yo espero llegar muy tarde a esa cita. Pero sí recuerdo el día de aquel entierro. Para mí el primero. Me costó asimilar que mi abuelo había muerto. Era mi preferido. Y esa preferencia fue recíproca casi desde el principio. Con él compartí muchos veranos en los mil rincones de su pueblo. Juntos y descalzos recorríamos los canales que habíamos hecho para regar la huerta. Siguiendo sus órdenes apretaba el botón rojo para poner en funcionamiento la bomba que subía agua del pozo, y ésta brotaba con fuerza y corría por los surcos. Fría, muy fría. Y nosotros con los pantalones arremangados y los pies descalzos andábamos por ellos. Cambiábamos los montones a modo de frontera cuando la hilera ya estaba bien húmeda, para regar la siguiente. Y los pies bien negros por la mezcla de barro. Para merendar, un tomate recién cogido de la mata y un poco de sal que guardábamos en un agujero del tercer ladrillo. Aquel fruto rojo olía a huerta y sabía a gloria del cielo. Cuando llegaba la época, desgranábamos las alubias. En el corral extendíamos una sábana vieja y encima de ella se esparcían las vainas. Una vez secas había que espulgarlas, separando las buenas de las falsas. Y para almorzar, una sandía bien fresquita. Cogida del majuelo. Podíamos comernos de una sentada una sandía grande entre los dos. Rodaja a rodaja. Hasta terminarla. Salíamos y entrábamos en la casa sin dar explicaciones a mi abuela, que se enfadaba por nuestras largas ausencias. Hasta que llegó aquel maldito día en el que mi abuelo se ausentó para siempre.

- Nos veremos en el cielo – nos decían las vecinas a la familia más directa, mientras nos daban la mano a modo de pésame. Como se hace en los pueblos. La Iglesia estaba al completo. Siempre es así en los entierros. Todo el pueblo acude. A veces más por el “qué dirán” que por sentimiento. Y allí permanecimos, en el primer banco de la iglesia hasta que todos se fueron. Mi padre estaba en el altar, al lado del féretro, cuando rompió a llorar. Lloraba a mares. Puro sentimiento. Lloraba sin consuelo. Ese golpe había dolido. Fue un “run run” directo al corazón. Al suyo y al mío.

Recogemos el alta. Mi padre vuelve a casa.

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