Flecha tiene cita con el dentista. Tiene un diente roto y desde hace días más ennegrecido. He notado que a veces la duele. Sólo hay que observar. Al morder la pelota, la ha soltado tan rápido como si hubiese sentido un latigazo. Reconozco el dolor de una caries. Y el de los perros no va a ser diferente. Lo que no sabía es si a ellos también se les empasta. El veterinario me ha dicho que me deje de tontadas. Pero lo que sí hay que hacer es extraerle. Para evitarla una infección. Así pues hoy iremos a ello.
Vamos andando desde casa. Ella va tan contenta en su paseo. Los nervios vendrán luego. En cuanto cruzamos la puerta de la clínica. Huele a miedo. El mismo miedo que dan las consultas dentales humanas. O al menos a mí. Flecha se pone tensa. Quiere irse de allí. Y a toda prisa. Trato de tranquilizarla. El veterinario la agarra. Dice que tardará un par de horas. Tendrá que anestesiarla. Concretamente utiliza la palabra “gasearla”. La expresión de mi cara cambia tanto al oír esa palabra que el veterinario trata de explicarme que la entienda como sinónimo de adormecerla.
- Pero no la pasará nada, ¿no? – Pregunto asustada.
- Tranquila. Estará bien.- Contesta.
-¿ Seguro?- Insisto sin soltarla.
- De verdad. Vete tranquila.
Veo como Flecha sube a la planta de arriba. Estoy nerviosa y tengo miedo. Confío que no la pasará nada. Es un diente, me digo. Luego vendrá el ratoncito Pérez. Y salgo de la clínica a esperar en la cafetería de al lado. Aprovecharé para escribir.
Cuando voy a buscarla ya está lista. Tiene la carita que pone cuando quiere hacerse la buena o está malita. Parece una tontería pero es cierto. Igual que una madre controla los cambios en sus hijos, yo controlo los de la mía. Son detalles invisibles que sólo el instinto maternal sabe interpretar. Tiene caídas las orejas y los ojillos muy brillantes. Síntoma inequívoco que necesita mimos. El veterinario me dice que en una hora estará bien. Y que la ponga frío en la encía para ayudarla a cicatrizar. Volvemos andando. Flecha va despacio. Medio mareada. Como la vez cuando la esterilicé.
No medité demasiado la decisión. Tuvo los primeros síntomas de su primera regla y llamé a la clínica. Me dieron cita para los días siguientes. Hay quien dice que es cruel hacerle eso a un animal. Más cruel es abandonar a la camada, pienso yo. Tras siete horas de espera, entre operación y recuperación, pasamos a recogerla. Esta vez me acompañó mi hermana y su novio. No podía volver andando. Era demasiado camino hasta casa. Daba penita y risa al mismo tiempo. Continuaba medio adormilada y jodida. Con la panzita afeitada y una docena de puntos. Para que no pudiera lamerse la herida la habían puesto uno de esos collares isabelinos protectores de plástico. Quizá práctico, pero realmente incómodo. La ayudamos a subir al coche. Flecha no tenía fuerzas para impulsarse y fue un triunfo que subiese los tres pisos hasta casa. La acomodé en el balcón, donde hacía más fresco, y allí se quedó dormida. A cada rato me asomaba a comprobar cómo estaba. Si respiraba. No porque temiese que algo la pasara, el veterinario me confirmó que era muy improbable cualquier complicación, si no para acariciarla y demostrarla que yo la protegía. Que yo estaba con ella. Un detalle quizá invisible a la vista, pero no para los otros sentidos.
Y a veces son estos detalles invisibles los que se nos quedan tatuados en el interior. Tatuajes que los sentidos no ven pero que los ojos sienten. Como aquella mañana de verano que me encontré a mi ex por el barrio. Hacía meses que no nos veíamos. Justo los que habían pasado desde que me había dejado. Me escribió entonces en una nota que necesitaba ver su mundo desde otras perspectivas. Siempre le gustaba utilizar palabras complicadas para decir las cosas más simples. Con el paso del tiempo comprendí que lo hacía porque nunca tuvo los huevos suficientes para decir las cosas a la cara. Y con palabras rebuscadas le parecía que todo sonaba diferente. Aquel día era viernes. Un viernes maldito de agosto. Llevaba unos días encontrándome mal. Vomitaba por las mañanas. No tenía apetito. Creía que me dolía el estómago. Finalmente fui al médico. Medio en serio medio en broma, y tras narrarle mis síntomas, me dijo un “tú lo que estás es embarazada” que me dejó clavada. Como aquella caja de propaganda en el maletero de mi amigo Fernando. El me sonrió. Yo no lo hice. Síntoma que aquello no estaba planeado. Pero acertó. Y es que hacía meses, siete exactamente, o quizá ocho, puede que incluso fueran nueve (nunca he sido de memorizar fechas y esta vez no iba a ser una excepción) los que habían pasado desde que mi relación de cinco años había terminado. Y en este impás me había enrollado con un compañero de clase del master que, era de fuera, tenía novia y casi fecha de boda. Pero por eso de vivir sólo y compartir demasiado tiempo juntos preparando el proyecto fin de curso, lo uno llevó a lo otro. Después el se fue de vacaciones. Era un final acordado. Eran unos cuantos polvos y nada más. Pero ese nada a mí me quiso complicar.
- Hola – me dijo.- Qué tal? – preguntó mi ex
- Bien – contesté sin saber ni siquiera qué decía. Acababa de abandonar la consulta y aún me costaba digerir la noticia.
- Estas segura? No tienes buena cara.
- Sí, no. No sé. – Musité.
- Te conozco. Dime lo que te ocurre – Insistió.
Y porque me conocía, y porque me sentía bloqueada, estúpida y sola, se lo conté.
- Esta tarde salgo de viaje hacia el norte. A la casa que tienen allí mis padres. Quieres venirte conmigo el fin de semana? – me preguntó.
- Sí, no. No sé.- Volví a repetir.
- Venga, te recojo en una hora y hablaremos durante el viaje. Te despejarás.
- Vale- Añadí sin pensar demasiado.
No necesitaba mucha ropa para pasar dos días de verano. Mi equipaje era una pequeña bolsa de mano con lo justo.
Durante el viaje escuchamos música. No tenía ganas de hablar porque mis pensamientos estaban batallando dentro de mí. Demasiados por qués. Me centré en el paisaje y las canciones. Como esa del grupo los Despistaos que decía “… quería decirte, como te he dicho otras veces que pase lo que pase estoy aquí. Quería contarte que es muy fuerte esto que siento…” Y yo muerta de miedo con mi explosión de sentimientos.
Llegamos al anochecer. Justo a tiempo para cenar algo. Un algo que se me atragantaba en la garganta. En la habitación con dos camas de noventa nos instalamos. Meses atrás hubiéramos dormido los dos juntos en una. Compartiendo cada centímetro de sábana, cada bocanada de oxígeno. Ahora éramos ex y su piel ya no era mi piel. Me abracé a mi almohada y dejé que las lágrimas, esas que había estado luchando por contener, me ahogaran. Pero no fueron suficientes, porque el amanecer me despertó y seguía respirando.
Aún era temprano para levantarme así que me giré esperando dormirme de nuevo y que al despertar todo hubiera cambiado.
Un aliento conocido se hundió en mi pelo. Un cuerpo acreditado se coló en mi espacio. Y me abrazó. Poco a poco nos quitamos la ropa. Sin saber si deberíamos o no. O al menos sin pensarlo. Hoy no recuerdo si echamos un polvo o simplemente hicimos el amor. Pero sí se que le dije un te quiero despacio y él no me respondió. Entendí entonces que los detalles invisibles son importantes. Y él y yo teníamos los momentos contados. Pasase lo que pasase, él ya no estaría ahí.
Al día siguiente me dijo que me acompañaría a la clínica en la que abortaría. Y así lo hizo. No sé si por remordimiento o por quedar bien. Pero ya no me importó saber su por qué. Me recogió, esperó en silencio y me acompañó de nuevo a casa. Después se fue. Y lo hizo para siempre. Qué extraña fue la forma de dolerme por dentro y por fuera. Nos dejamos. Nuestras pieles dejaron de hablar. Me dolía al respirar. Finalmente no sentí nada. Y olvidé los detalles invisibles de una vida compartida. Ya no nos quedaba ni ser amigos.
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