Deshacer lo hecho o desdecir lo dicho es complicado. Como lo es pedir perdón. Porque en seco, te preguntas, cómo hacerlo. Y más cuando las dos partes piensan que tienen razón. Y más cuando el tiempo sigue pasando y se difuminan los detalles. El olvido hace que sea la invención la que dé forma de nuevo a aquello que creíste que ocurrió y a las palabras que te pareció que oíste o dijiste. Y así la realidad no cuadra. Las versiones son encontradas. Total, un buen marrón.
Y eso es lo que me ocurre a mí en la relación con mi hermana. Que el tiempo pasa y no encuentro la excusa perfecta para romper el hielo y empezar de cero. Ella tampoco.
Quedamos las cuatro hijas con mi madre en un restaurante. La costumbre hace que casi siempre nos sentemos de la misma manera en la mesa. Siguiendo esa pauta yo quedo frente a mi hermana. Justo la que no me habla. Decido que por mi parte el tema está olvidado. Pero la otra parte no lo tiene tan claro. No hay palabras. No hay ni siquiera miradas encontradas. Mi madre me suplica con los ojos al borde de las lágrimas que ceda en mi postura. Y mi postura no es otra que obviar que yo tengo razón. La misma razón que se me escapó aquella vez que las dos fuimos a pasar un fin de semana a casa de mi amigo 8a. Y pasó lo que yo no fui capaz de imaginar que pudiera ocurrir. O quizá sí.
Ávila quedaba demasiado cerca como para no caer en la tentación de volver a sentir sus calles, sus jardines, sus bares y su gente. Hacía demasiado tiempo que habíamos dejado de vivir allí. Apetecía visitarla de nuevo para apreciar lo cambiada que estaba. Y 8a nos invitó. Desde que mi hermana pequeña nació yo me había ocupado de ella, y mi amigo había sido mi sustituto en los juegos en el parque. Cuando yo me cansaba de hacer de hermana mediana, él era mi relevo para ocuparse de aquella pequeña once años menor. En esta ocasión ella tenía ya diecinueve y nosotros acabábamos de inaugurar nuestra treintena. Que se dice pronto. Era sábado por la tarde cuando llegamos. Estuvimos de cafés, visitas turísticas y conversación hasta que salió la luna. Después empezamos con la primera copa. En aquel bar de moda coincidí con otros dos que en su momento fueron compañeros de clase. No me reconocieron. Hasta que insistí que era yo. La misma de siempre. Pero ellos no pensaron lo mismo. Salimos de aquel para ir a otro lugar. A otro sitio de moda en la noche abulense. Hasta que yo, no acostumbrada a eso, pedí irme a casa. Y mientras soñaba en la cama de matrimonio de mi mejor amigo, él y mi hermana volvieron a por la última. Como se dice en estos casos. Y la última copa llegó frente a la muralla de Ávila, bajo las estrellas y con mil besos. Los mismos que yo soñaba.
Descubrí por la mañana que mi amigo y ella habían tenido algo. Fue mientras desayunábamos. Ella tenía toda la barbilla pelada. Me dijo que se había tropezado, rozándose contra la pared de piedra, cuando fue al baño en el pub. ¿Realmente era una buena respuesta? Ellos pensaron que sí. Yo no quedé tan convencida. Y menos aún cuando sus miradas evitaban encontrarse.
Él no llegó a contármelo. Ella sí. No me enfadé. No tenía razón. O quizá sí. No era de mi incumbencia. No era de mi propiedad. O quizá sí. Sólo fueron besos. Me quedaría la oportunidad de tener sexo con él, sin los preámbulos. Para evitarle hacer comparaciones. O quizá sí. Aún no he llegado a comprobarlo. Y puede que no lo haga. O quizá sí.
Mi madre no quiere que en su vida se repita un silencio. Menos que sea entre sus hijas. Con sus hermanas no se habla. Errores del pasado que el presente no se atreve a desenredar. Y no quiere vivir la misma pesadilla dos veces. Por eso me suplica que lo deje estar. Y lo hago. No pienso volver a mencionar el tema. Por mi parte está olvidado. No buscaré aliados que defiendan mi postura. Y eso que podría. Se me da bien argumentar. Y más cuando tengo razón. Mi hermana sigue sin hablarme.
Yo no lo hice cuando destiñó el sofá de mi salón. Y tenía razones. Cuando compré y reformé mi apartamento acepté que mi hermana viviese conmigo un par de años, hasta que ella encontrase el suyo. Finalmente le encontró. Justo antes que venciese el plazo establecido. Aunque le hubiese prolongado. O quizá no. Y entonces compré cada uno de los muebles que le decoran según mi gusto. Uno de ésos fue un sofá de color blanco. Valoré los inconvenientes de elegir ese color. Pero realmente era el que más me gustaba. Y no tenía sentido comprarle de otro color por practicidad. O al menos a mí no me lo parecía. Así que, compré el blanco. Me encantaba. Un día en el que yo trabajaba en una boda, ella decidió lavar sus fundas. Sin tener en cuenta que llevaban un refuerzo interior de color azul oscuro que destiñó por toda la loneta. El resultado fue que mi sofá blanco quedó con un azulado pardo. Ya nunca ha vuelto a ser el mismo. Y no me enfadé. O quizá sí. Pero no dejé de hablarla. Hoy pongo encima de mi desteñido sofá una tela de color amarillo. Por recomendación del Feng Shui. Y de otra de mis hermanas que sí me habla.
La tensión sigue mascándose en el ambiente. Un ambiente estúpido que ya cansa. Un cansancio que cambiará. Porque por eso somos hermanas. Porque por eso somos familia. Porque separadas somos corrientes, pero juntas somos extraordinarias.
Como el día que juntas fuimos al mercadillo. A ese ambulante de las mañanas de domingos y festivos. Lleno de puestos de ropa, zapatos, sábanas y baratijas. No todas las veces que vamos compramos. Pero muchas sí lo hacemos. Por barato. Por adicción. Porque sí. Aquella vez encontramos los zapatos “de mi vida”. Después de comprar las camisetas de nuestra vida, los vestiditos de nuestra vida, varios pantalones de nuestra vida y algunos complementos. Porque siempre la última adquisición es lo más. Hasta la siguiente. Y esta vez fueron unos preciosos zapatos abiertos por delante, peep toe, color nude. Realmente espectaculares. Encontré un número treinta y siete izquierdo en el montón. Después un treinta y ocho derecho. Tenía casi el par. Y el casi era porque los números no coincidían. Pedimos al tendero la pareja que nos faltaba. Pero ésta no aparecía. Ni con ayuda ni sin ella. Revolvimos el puesto y no hubo suerte. Incluso miramos en unas cajas en las que nos indicó que allí no estaban. También ojeamos las manos de otras compradoras por si los habían retenido. Por cerciorarnos que ciertamente no se encontraban. Porque no estábamos dispuestas a irnos sin ellos. El tendero no tenía respuestas para nuestras quejas, ni número para aquellos que ya estaban siendo los zapatos de mi vida. Y entonces planteó que me llevase ese par de números diferentes. Uno me quedaba bien. El otro un tanto grande. Protesté de mala gana. No pensaba pagar por una combinación de zapatos que no me encajaba. Volvió a mirarme y tras duras negociaciones, metiéndolos en una bolsa de plástico me los dio a cambio de nada. Bueno, le dimos las gracias. Y nos reímos. Cuando me los calcé después, anduve un poco rara. Controlar el chancleteo del pie derecho subida en un peep toe con tacón de más de ocho centímetros no era lo mío. Ya no se me da nada bien. Falta de costumbre. De ensayo. Nada que no pueda volver a practicar.
Siguen pasando las semanas. Y de pronto todo queda en el olvido. Ya ninguna de las dos recuerda aquella discusión. O quizá sí. Pero ninguna la menciona. Pasamos página. Y volvemos a hablar. Y a reírnos. Como siempre.
Hoy me pongo mis zapatos de tacón. Los de mi vida. Hasta que encuentre otros que me parezcan mejores. Pero lo importante es la anécdota al encontrarlos. Lo importante es que ya nos hablamos. Esperemos que no se vuelva a repetir. Quizá sí. O quizá no.
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