domingo, 23 de marzo de 2014

Momentos sin gracia

Sigo afónica. Lo he comprobado al intentar contestar al teléfono. No me salía la voz así que he tenido que hablar como si lo hiciera en secreto, susurrando. Menos mal que la conversación era con una de mis hermanas. En otro caso hubiera sonado raro. Tan raro como los comportamientos de algunos de los invitados en una boda. Cada una me aporta una experiencia más. Una anécdota. La de ayer no fue nada divertida. Yo desde luego no le encontré la gracia.

Mi papel el día de la boda es organizar la llegada de invitados y coordinar los tiempos de los distintos momentos. Si la ceremonia es en la misma finca que han alquilado los novios para la ocasión, dirigir a los invitados hacia el espacio donde se va a desarrollar la misma, estar pendiente de la llegada de la novia, avisar para que suene su canción en el momento oportuno, dar indicaciones al director del catering, y durante la cena, simplemente estar. Mientras los invitados disfrutan del menú, observar que todo va sobre ruedas y nadie está fuera de control. Un control que a cada tanto, alguien se empeña en descontrolar.

Ayer el descontrol llegó a la hora del postre. Los novios decidieron saltarse la tradición de cortar una tarta de pisos. Pretendían huir de tener en su álbum de fotos aquella con la espada empuñada por los dos, de pie, mientras el resto de los invitados vocearían un “que se besen con lengua”, a gritos. De esta foto se habían salvado, pero el que no se salvó fue el novio, cuando el listo del grupo decidió que había que desnudarle y embadurnarle con los restos de la cena previamente mezclados en una botella de dos litros. Premeditación y alevosía. Y así, con esta singular idea, además del novio, fue el baño de señores el que terminó encharcado con la espesa papilla.

Dí instrucciones para que nadie del servicio limpiase el cuarto de baño. No sería yo la que no permitiese que resbalasen los invitados con aquel suelo pringoso. Si había que reírse, lo suyo es que nos riésemos todos.
Yo era la responsable y desde luego, aunque tuviera que hacer frente a ciento sesenta invitados, tomaría cartas en el asunto.

Antes de mover ficha, paseé entre las mesas del salón. Observé movimientos. Discretamente escuche el siguiente plan a llevar a cabo por lo amigos. Esperé que el hermano del novio estuviese a solas y solicité su atención. Le ofrecía la posibilidad de salvar la fiesta antes que el instinto animal humano alcanzara una cota de alcohol no racional. Le aseguré que no iba a permitir otra como la que embadurnaba el cuarto de baño. Se disculpó y ofreció a limpiar personalmente el embrollo. Respondí que no sería necesario siempre y cuando me garantizase que aquella gracia de la que yo no me reía no se repetiría.
Fui hasta el baño con fregona y cubo, y en él se encontraba un hombre, calvo para más señas, limpiándolo con papel.
- Eres tú la encargada de aquí? - me preguntó.
- Sí.
- Pues que sepas que eres una pija.- Así me soltó, sin paños calientes, sin preámbulos, sin conocerme. A bocajarro.
Cogió la fregona que yo sujetaba entre mis manos y mientras la pasaba y repasaba por el suelo continuó escupiendo:
- Porque eres una pija. Una pija que se molesta por dar un par de pasadas a la fregona. – Y repitió tal calificativo al menos veinte veces más. Yo no me ofendí.
- Por cierto, puedes salirte del baño de caballeros? – me preguntó.
- No - respondí -. Aquí las normas las pongo yo.

Me miró con furia en los ojos mientras seguía girando la fregona. Y repitiendo otras tantas veces lo pija que le parecía que era. Le sugerí que dejase de fregar, que parecía lo suficientemente limpio, y me contestó que daría un par de pasadas más.

- Yo tengo que estar aquí toda la noche así que no tengo prisa.- Contesté pausada. Y me crucé de brazos cambiando el peso de mi cuerpo de la sandalia de tacón de mi pierna derecha a la izquierda.

La furia le salía por los poros de los pelos de la cabeza que no tenía.
Finalmente se arrodilló y con una toallita de papel de manos secó el suelo mojado.

El hermano del novio le había llamado la atención, eso estaba claro. Una broma de mal gusto podía provocar que finalizase la boda antes de tiempo, y si encima era una rubia en minifalda la que tomaba esa decisión, jodía. Y más, a un amigo inmaduro y calvo. El resto de los invitados, a partir del momento “fregona – baño”, empezaron a mirarme con intenciones que ni en sus mejores sueños podrían hacerse realidad. Joderme no les iba a resultar tan fácil, por no decir imposible, en todos los sentidos.

Otra de las veces en lugar de pija me llamaron pit bull (raza de perro para más señas). Y es que los invitados son la mar de ingeniosos en sus calificativos. Aquella vez se debió a que impedí que más de una docena de amigos lanzasen a la fuente de nueve chorros, al novio. Previamente éste había firmado un contrato en la que una claúsula establecía dicha prohibición. Pero enfrentarse a la pandilla de amigos en plena efeverscencia no es tarea fácil. Aunque exista prohibición de por medio. Y para eso estoy yo. Para impedir, que dentro del espacio que yo debo controlar, se olviden del saber estar. Se olviden de comportarse.

Los amigos cogieron al novio en hombros y a la voz de “al pilón” se dirigieron hacia la fuente que yo estaba custodiando cruzada de brazos. Nunca imaginé lo que una mirada puede intimidar. La mía. Pero lo hizo. Se frenaron en seco. No dije ni una palabra. Lo juro. Les había fastidiado la posibilidad de escalabrar al novio. Y eso era lo divertido. A sus ojos. No a los míos. Para quedar por encima de mí, o al menos intentarlo, me calificaron de raza de perro agresiva. Lo que hace el desconocimiento y la falta de educación. Yo no me reí pues no le encontré la gracia.

Otro día el padre de la novia pensaba que yo era la novia, pero la suya. Era un señor que yo creo que aparentaba más años de los que realmente tenía, aunque no se los pregunté. Tenía cara de buena persona y andaba como un pingüino. Pasito a pasito parecía que no avanzaba, pero cuando te querías dar cuenta se había alejado unos metros. Bastantes. Los suficientes para tener que echar una carrera si querías alcanzarle. Y eso fue lo que hice cuando su mujer me indicó que podía perderse. Tenía alzehimer. Y posiblemente no recordaría como volver.

Subí la cuesta que llevaba hasta el parking. El sol calentaba con fuerza. Me llevaba bastante ventaja, pero no iría muy lejos. Algo sofocada le alcancé.
- Puedo acompañarle?- Le pregunté.
- Sí, te esperaba – Me contestó con toda naturalidad.
- Pues volvamos juntos que ya va a empezar la ceremonia – añadí.
- Vale – me dijo. Y se agarró a mi brazo, como si fuéramos novios. – Así que nos vamos a casar? Pues vaya novia más guapa que me he echado!
- Sí, vamos de boda – y no añadí nada más.
Cuando bajamos todas las escaleras hice un guiño a su mujer, que preocupada le estaba esperando.
- Pero dónde estaba este hombre? – preguntaba en voz alta.
- Estaba dando un paseo – La contesté. Y la ofrecí el brazo de él para que fuera ella quien le orientara. Y el señor sonrió, sin saber si iba a ser el novio, el padre de la novia o un pingüino paseando bajo el sol de agosto. Nada tenía sentido en su cabeza y yo no quise darle vueltas a la mía. Esto tampoco tenía gracia.

Volví a mi trabajo.


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