Tengo una sobrina. Y esto es una gran noticia. Porque es especial. La encontré. Hay quien dice que la rapté. Tonterías. Estaba perdida. Su madre, mi hermana, la adoptó. Sugerí su nombre. Su madre la bautizó. Hoy es la futura heredera.
Todo empezó un sábado cualquiera del verano pasado. Empezamos a organizar el montaje de una boda en una finca en el campo. Las mesas rodaban, los manteles se estiraban, los platos se colocaban en su sitio. Después las copas, los cubiertos, servilletas y centros de flores. Y allí apareció ella. Tímida. Pequeña. Cubierta de espigas. La ofrecimos agua y comida. Bebió tranquila, sin asustarse. Y se sentó a observarnos. Seguimos trabajando. Cuando terminamos preguntamos a los dueños de las fincas próximas. Nadie había perdido un perro. Señal inequívoca que pronto tendría una nueva familia. Hoy se llama Cocó (hembra, de raza Yorkshire Terrier, y pelo jaspeado entre marrón y negro, para más señas).
Mi hermana no tenía claro lo de ampliar su yo. Lo de compartirse con un ser dependiente más allá de aquellas parejas que se cruzaban por su vida. Pero sucedió. Fue el destino. O fue el momento de querer de verdad.
La idea era que mientras mi hermana trabajaba, Cocó se quedase tranquila en casa. Hasta su vuelta a las tres de la tarde. Pero esa sólo era una idea. Estúpida por cierto. Ya que Cocó tenía otros planes. El primer día mi hermana la sacó antes de las ocho de la mañana para el primer pis. Las dos fueron juntas paseando hasta la zona de evacuación canina. Después volvieron a casa. Allí se quedó la pequeña, hasta el mediodía. Cuando mi hermana giró la llave, a su vuelta, se encontró con una realidad que jamás hubiese imaginado. Los papeles que había en la mesa, cientos por cierto, estaban en otro espacio. La tierra de las macetas abonaba aquellos papeles, que a su vez entarimaban el suelo. Huellas de patitas pintaban con tierra todos los muebles. Y los cojines. Y la tapicería del sofá. Cocó emocionada por ver de nuevo a su madre saltaba como loca sin ser consciente que aquella que se había quedado petrificada era la que hacía horas había decidido querer de verdad. Y ya no había marcha atrás.
Quería tener una responsabilidad en la vida, sin tener en cuenta que hay veces que la vida no te lo pone fácil. Y otras, Cocó.
Había que pensar un plan. Y éste estaba claro. Su abuelo se encargaría de ella en horario de trabajo. No puso demasiadas pegas. La pequeña se hacía querer, aunque tenía los mismos cambios de humor que su madre, mi hermana. El abuelo accedió a recibirla en su casa a primera hora de la mañana. Es más, permitía que se subiese a su cama. Después juntos desayunaban. Y tras el aseo, a la calle, a pasear. Y a hacer la compra juntos. Y al banco a ver si han ingresado la pensión. Y después a esperar la entrega del la comida diaria. Porque desde que empezó a tener el famoso “run run“ contratamos un servicio de catering a domicilio. Para controlarle la alimentación y asegurarnos que estuviese bien nutrido. Que con la edad ya se sabe. Y con la pereza también. Y eso que mi padre nunca ha sido muy doméstico, pero desde que su mujer, mi madre, decidió ser divorciada, no le quedó más remedio que cocinarse. Porque nosotras, sus hijas, no hemos salido muy de nuestra casa, que digamos. Algunas más. Las que más, menos. Y así él aprendió a prepararse lentejas, cocidos y patatas con costillas, por resaltar algunos de sus cocinados. Pero cuando empezó a encontrarse raro se abandonó. El primer diagnóstico del médico fue desnutrición y deshidratación. Así pues, no podíamos volver a permitirlo. Y a la hora en punto cada día le traen su servicio de comida y cena. Los siete días de la semana. Todas las semanas del mes. Salvo cuando tenemos otros planes y anulamos el pedido.
- A ver qué nos han traído hoy para comer Cocó.- Comenta el abuelo a la pequeña.
- Qué rico! Un guiso de verduras, ensalada y “cocretas”.- La explica. Porque para mi padre siempre han sido y serán “cocretas”. No hay forma de hacerle entender que dice mal esa palabra. Cuando le corregimos nos contesta un: - Yo las llamo así y punto. Si he dicho cocretas pues cocretas son. Sabrán igual las llames como las llames, no? Yo me entiendo”.- Y no hay más que hablar. Cocretas entonces.
Son las dos del mediodía. Se sienta a comer. Él en una de las banquetas de la Cocina. Cocó a sus pies. El único sonido que rompe el silencio es la radio. Y lo hace a gritos. Porque dice que sino no la oye. Yo creo que es escuchada por todo el bloque y algunas manzanas más allá. Para él no está alta. Aunque tampoco se entere de lo que dice. No presta atención. Pero necesita tenerla encendida. Será para sentirse acompañado. Será para no sentirse sólo. Será.
Cocó empieza a llorar. O a emitir un ruido que no llega a ser ladrido. Para llamar la atención. Para decir que la deje algo. Y el abuelo que ya ha dejado en el plato algunas cucharadas de guiso, desmenuza un poco de pan. Sólo la miga. Que a Cocó no le gusta la corteza. Y se lo pringa en la salsa. Y lo remueve. Después pone el plato en el suelo y Cocó empieza a comer.
Le hemos dicho que mejor se lo ponga en su comedero. Pero él responde que a su niña la gusta comerlo ahí. Y damos por perdida la batalla. De algún mal hay que morir.
A las tres de la tarde pasa su madre a buscarla. Bueno, a veces son las cuatro. Y pilla a los dos en plena siesta. Compitiendo en ronquidos. Otras veces mi hermana se inventa quehaceres y deja a su hija con el abuelo toda la tarde ó incluso algún que otro día seguido. Y entonces el abuelo se va de paseo a la alameda con “ la suya Cocó”. Porque él es “el suyo abuelo”. Y menudas charlas se pegan los dos. O mejor, menuda conversación tiene el abuelo con ella. Y así está entretenido. Olvida que a veces tiene un “run run” que a nosotras nos llega al corazón.
Tengo una sobrina. Y espero que sea la primera de un montón. Aunque tengan cuatro patas. Aunque tengan dos. Biko y Fecha tienen una prima, que se llama Cocó.
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