Envío sms: “Hola bombón. Q tal tu día? Me tienes olvidada. A dormir toca. Desayunamos mañana juntos? Dime si te apetece. Bsts.
Respuesta recibida:”Estoy fuera. No he llegado a casa. No te he olvidado. Recuerda que soy C. Dormimos Juntos?
Claro que sí, respondo. Me apetece que me abrace. Me apetece esconderme bajo las sábanas de su colchón tirado en el suelo. Me apetece que nos quedemos dormidos con la suave música jazz que deja puesta en su portátil.
Y aunque ya tengo el pijama puesto, me pongo de nuevo el vaquero. Y el jersey de cuello alto que llevaré mañana. Echo el maquillaje en mi bolso y ropa interior. Son pasadas las doce y media de la noche cuando salgo de casa.
Nos conocimos por casualidad. Mi hermana buscaba piso y éste fue su agente inmobiliario. Un argentino freelance. Ella quedó con él para las primeras visitas. A mí me le presentó justo antes de tomar la decisión de comprar. Quería saber mi opinión. Esto fue antes de enfadarnos. O mejor, de enfadarse conmigo. Así que quedamos. El piso tenía posibilidades, eso sí, echándole imaginación y reforma. Finalmente compró. Y nosotros quedamos. Propuso un domingo y a las cuatro. Tarde para comer y pronto para merendar. Así es él. Diferente para todo. Fuimos a un bar. Hablamos. De todo y de nada, como se hace en estos casos. Y entonces mirándome con sus grandes ojos avellana me preguntó si tenía novio. Como si fuéramos adolescentes. Suspiré y contesté: - No tengo uno, sino dos. Y le conté mi vida. Y me escuchó en silencio. Y me invitó a dormir con él.
Yo no podía complicarme más. Y eso que la emoción de una nueva conquista me podía. Pero no quería más mentiras. Volví a casa a media tarde. Aún sonaban en mi cabeza sus palabras de despedida: - Te esperaré en casa. Aunque vengas tarde.
Y fui. Era media noche. Cuando me abrió la puerta sus ojos me hipnotizaron. Me recibió con un beso en los labios y me invitó a pasar. Sus compañeros de piso estaban en sus habitaciones, algunos ya durmiendo, algunos estudiando. Entré de puntillas para no romper el silencio de las bombillas. Me llevó hasta su cuarto y me preguntó si deseaba un café, un te ó, vamos, tomar algo. Le dije que no. Estaba bien. Me prestó una de sus camisetas para dormir. Él se puso otra y nos tiramos en el colchón que había en el medio de su habitación. Apagó las velas y dejó la cortina que daba a la calle entreabierta. La iluminación de la farola nos dejaba media luz para rozarnos la piel. Nos besamos. Y nos besamos más y más. Nos miramos. Y nos miramos más y más. Nos abrazamos. Y lo hicimos con esa confianza que uno alcanza con el paso del tiempo. Y nuestro tiempo había cumplido tan sólo horas. Nada más.
Y dormimos de dormir. Sin más deseo, sin más sexo, sin más pasión que la de sentir la conexión de nuestras miradas.
Por la mañana sonó el despertador temprano. Ambos teníamos que trabajar. Me dí una ducha rápida en su baño compartido y antes de irme, tomamos café en la cocina. Volveríamos a hablar.
Y lo hicimos. Al día siguiente volvimos a quedar. A la misma hora fui hasta su casa. Tras organizar la mía. Tras comprobar que mi plan A y B dormían en sus respectivas.
Las calles estaban vacías. Era demasiado tarde para todo, menos para nosotros. Me puse de nuevo su camiseta, ahora ya mía. Él se puso la suya. Después nos las quitamos. Cuando nuestras lenguas dejaron de moverse para hablar y se intercalaron.
Otros días quedamos por la mañana. Para desayunar. Antes del trabajo. A las diez en su casa. A las diez en la mía. Un café rápido con beso de buenos días. Y unas risas. Y unas charlas. Y un plan para salir. Para irnos juntos algún día. “Vayámonos rubia” me decía.
Otras tantas noches quedamos. De madrugada. Y muchas de ellas hablamos, otras leímos juntos ó escuchamos música. Algunas tuvimos sexo y las que más, dormimos de dormir. Juntos. Muy juntos. Piel con piel.
Me mandó un sms para quedar. Después canceló la cita. Trabajo me dijo. Tenía una posible venta y no podía faltar. Las cosas estaban mal. Hacía tiempo que no tenía ingresos y ya no había ahorros en el colchón de Totó (macho, de raza indefinida y pelo largo, negro, para más señas).
Unos días después quedamos. Domingo y por la mañana. Para pasear. Yo iba acompañada de Flecha, él de Totó. No nos dio tiempo a avanzar muchos metros cuando mi móvil sonó. Era A. No podía creerlo. Estaba en el barrio. En mi barrio y en el de su ex mujer. Y al llegar y abrir el coche, Biko había salido corriendo. Le había perdido. En Madrid. En medio del centro. Y entonces cancelé, esta vez yo, nuestra cita. Hablaríamos luego.
Volví hacia casa. Corriendo. Flecha pensaba que jugábamos. Mordía la correa y saltaba. Yo apenas podía avanzar. Empecé a gritar su nombre: - Bikoooooooooooo. Bikoooooo.-Flecha buscaba a su hermano. Miraba nerviosa hacia todos los lados. Yo también. Pero pronto a ella se la olvidaba el propósito de mi carrera y volvía a querer jugar y tirar de la correa. Decidí subirla a casa. Encontré a una vecina a la que le conté el porqué de mis lágrimas. Ella también tenía perro, Lala (hembra, raza schnaucer y color gris para más señas).
Grite su nombre entre las calles. Volví a gritarlo. Pregunté a todo el que pasaba: - ¿Ha visto a un perro negro, tamaño mediano, raza labrador, suelto? - .
- No.- Fue la respuesta más repetida en todo el trayecto.
Me encontré a mi vecina, que iba con una amiga, que a su vez había informado a la policía local, que también estaba de búsqueda desde el coche patrulla. Y yo seguía voceando su nombre y suplicando que no le hubiese atropellado un coche. El barrio debió de pensar que una loca andaba suelta aquella mañana de marzo.
De pronto, y entre las lágrimas, me pareció verle. Pero volví a mirar y ya no estaba. Tal era mi deseo de encontrarle que se me aparecía en cada calle. Un niño me preguntó:
- ¿A quién buscas?-
Y repetí la descripción: - A un perro negro, tamaño mediano, raza labrador, que anda perdido.
- Le he visto – me contestó.
- ¿Dónde, dónde? – pregunté.
- Iba corriendo por esa calle y acaba de pasar por aquella – y mientras, me indicaba con las manos.
- Gracias le grité.- Y corrí.
Coincidí con el coche de la policía, que al verme salir corriendo me escoltó incluso por dirección prohibida.
Y allí estaba Biko. Sentado en la puerta del portal de mi casa. Allí estaba quieto, con la pata trasera izquierda atropellada. Sangrando. No me pareció, a simple vista, demasiado grave. Una herida para suficientes puntos y sobresalientes euros, diagnosticaría el veterinario después. Ah, y notable reposo. Para tener todas las calificaciones en su cartilla.
Le hubiera matado por el susto pero
, me alegré infinito al verle y le dí un buen abrazo. Eso sí, cuidando de no hacerle daño. Llamé a A. El estúpido que le había perdido. Y le conté. Montamos a Biko en su coche y le llevó al hospital. Yo no le acompañé. Tenía a Flecha en casa y un buen susto en el cuerpo.
C me estuvo llamando a cada tanto. Luego le llamé yo. Quedaríamos más tarde. Cuando estuviese relajada. Cuando Biko ya estuviese en casa. Cuando A hubiese recogido también a Flecha. Cuando nuestro paseo de domingo empezase de madrugada.
Llegué a su casa. Como siempre, a las tantas. Me esperaba. Me recibió con sus ojos color avellana y un ramillete de flores. Eran especiales. El detalle me encantó. Y me gustó más cuando me dijo que acababa de subir del parque frente a su casa y las había tomado prestadas. Iban envueltas en una bolsa de plástico, para no perder la tierra que cubría las raíces. Nos reímos. Sólo a él se le podía ocurrir regalar flores que acababa de robar en el jardín del ayuntamiento. Pero es que él es así. Un argentino peculiar con matiz italiano.
Dormimos de dormir una vez más. Ya tendríamos tiempo de sexo otro día.
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