jueves, 6 de marzo de 2014

Una de risas

La vida está hecha de pequeñas cosas. Y esas pequeñas cosas son las anécdotas que hacen que la vida tenga gracia. Una pena que no memoricemos esos momentos. Para reírnos de ellos. Para reírnos con ellos. Como el día que volví de Japón y una de mis hermanas tenía que organizar mi búsqueda en el aeropuerto. Tras estar casi un año fuera de casa, primero en Inglaterra y después en el país Nipón, volvía de nuevo a casa. Mi hermana por aquel entonces aún no tenía coche. Ni carnet de conducir. Hablamos que llamaría a uno de mis contactos para que la acompañara a recogerme. Tras varias llamadas repasando mi agenda, sólo estaba disponible, a medias, Fernando. Un compañero de partido. De cuando yo tenía inquietudes políticas. Y hablaron. Y quedaron. Realmente no es que yo esperase una bienvenida multitudinaria. Pero tampoco la estampa que me encontré en el aeropuerto. Se abrieron las puertas que conectaban la llegada de pasajeros con la sala de espera, y allí estaban los dos sentados en unas butacas. Apoyados el uno en el otro. Cabeceando. Ella porque la noche anterior había trabajado hasta tarde en la cafetería que por aquel entonces pagaba su nómina. Él porque había estado en las fiestas de su barrio hasta la madrugada. Resultado, ninguno de los dos podía con su cuerpo, y teníamos que llevar hasta el coche mi pesado equipaje de casi un año fuera de casa.


Después de los besos de bienvenida y haciendo acopio de entusiasmo por su parte, más simulado que sentido, llegamos al parking. La parte de Fernando que estaba operativa decía que las maletas no podían ir en el maletero porque tenía una caja llena de folletos. De esos con muchos colorines pero poca información útil. Vamos, la típica propaganda política de partido. Mi hermana insistía en que las maletas fueran en el maletero a pesar de la nombrada caja. Él de nuevo afirmando que aquella opción no era posible. Y mi hermana preguntando si es que la cojonera caja estaba clavada en aquella parte posterior del vehículo. Yo no podía más que reír, a pesar del jet lack. Y no es que aquella caja de la discordia estuviera clavada, que lo parecía, es que pesaba más de una tonelada. O lo que es lo mismo, mil kilos. Y no había moro ni cristiano que pudiera moverla, ni de derechas, ni de izquierdas. Finalmente cargué con las maletas en el asiento de atrás y me acomodé como pude. O mejor, me quedé espachurrada entre el tirador de la puerta y el del equipaje. Pagamos una hora más de parking. Tiempo extra gastado en intentar maniobrar con los mil kilos de doctrina ideológica y con otros tantos de mis libros y ropa. Pero… ¿y lo que nos reímos? Con lo fácil que hubiera sido, desde el principio, que mi amigo Fernando y ella se hubieran puesto de acuerdo. O que hubieran dormido. O que me hubieran propuesto aplazar mi viaje de vuelta a otro día. Cualquier cosa, menos aquella estampa. Aquella discusión absurda entre risas y bostezos. Por cierto, olvidé llevarme un folleto de recuerdo. De esos que no dicen nada pero ocupan sitio.

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