Mi relación con los animales, más concretamente con el mundo de los perros como animales de compañía, empezó hace más ó menos diez años. Cuando mi relación sentimental con mi Plan “A” empezaba a estabilizarse, Biko (macho, de raza labrador y color negro para más señas) apareció para desestabilizarme, fundamentalmente de los tacones que solía llevar, porque sus paseos por la ciudad, hasta que aprendí a controlarle, eran toda una odisea. Más que salir yo a pasearle a él, lo que hacía él era pasearme a mí a un ritmo de trote que mis zapatos y botines de tacón alto no podían soportar. Y entre dislocarme un tobillo o cambiar de calzado, me pareció más inteligente esta última opción, cambiando mi vestuario radicalmente. Hoy siempre llevo la huella de una pezuña polvorienta en alguna parte de mi camisa o pantalón y calzo zapato plano. También he aprendido a silbar y no tengo ningún complejo en lanzarme a gritar su nombre a los cuatro vientos cuando en el parque este “espíritu libre” hace una de sus escapadas. De ahí que además del descontrol de mis tacones, Biko haya descontrolado mi forma correcta de ser y estar. Y al tiempo apareció Flecha (hembra, de raza indefinida y color canela para más señas), justo cuando mi relación con “A” empezaba a desestabilizarse y Biko ya estaba totalmente integrado.
La vida es una caja de sorpresas. Quién me iba a decir a mí que yo sería madre de dos perros cuando jamás he tenido relación con animal alguno (entendida esta expresión como relación con animal-mascota y no con animal-humano, que en este caso algunos he conocido). Jamás en mi vida tuve relación, ni buena ni mala, con animales y he obviado desarrollar mi instinto maternal, a pesar de mi edad. Ya he cumplido los treinta y tantos. No los aparento. A pesar de ello, aquí estoy compartiendo mi vida con Biko, Flecha y “A”. A ratos con “B”, “C” y otros planes que no cabe aquí mencionar. No voy a contar mi vida, o quizá sí. Es complicada e incoherente.
Biko fue abandonado, junto con toda la camada, cuando era un cachorro. La cuñada de “A” los encontró paseando por el campo en Sevilla. Allí estaban los pequeños entre ramas y cartones. No puedo entender lo desalmado que puede ser el ser humano cometiendo tal crimen. Claro que si abandonar bebés de raza humana está a la orden del día, abandonar cachorros empieza a ser deporte nacional. No quiero explayarme en este tema porque brota mi espíritu más radical y no trato de hacer aquí un manifiesto contra el maltrato animal (aunque realmente me apeteciera). Confío en la evolución mental del ser humano y en que algún día se lleguen a superar determinadas tradiciones que hieren a los animales, y a mí, en lo más profundo del corazón.
Todos los cachorros fueron recogidos y distribuidos en hogares que les aceptaron de buen grado, y “A” adoptó a Biko. Durante su primer año de vida, Biko estuvo en una finca en el campo, compartiendo fechorías con uno de sus hermanos, pero por circunstancias de la vida, su destino fue vivir en Madrid capital, tener una hermana y muchos amigos. Cuando entró por la puerta de casa, tenía un año y miles de millones de garrapatas. Lo primero que teníamos que hacer era desparasitarle. Debido a nuestra falta de experiencia en estos menesteres, pensamos que lo más fácil y cómodo era llevarle a una clínica veterinaria. Hoy, seis años después, mi destreza para llevar a cabo su baño sin tener que llamar a la brigada de limpieza y des-inundación es asombrosa. He aprendido también a ser amiga de sus amiguitos (otros perros con los que juega en el parque) y soy capaz de inspeccionar sus orejas y otras extremidades en busca de parásitos con una precisión de profesional.
Aquella mañana me tocó a mí esa labor. “A” tenía que estar en la oficina. Aunque como trabajador para el Estado en un departamento económico de una de sus instituciones (funcionario en resumidas cuentas) podría haberse tomado parte de la mañana, yo estaba más libre. Mi trabajo, salvo reuniones concretas, no tiene horario. Después del café, ducha y selección de vestuario con un buen zapato de tacón alto, imprescindible en mi vestuario por aquel entonces, salí con Biko de la mano. Mejor, salí tirando de su correa. Tiendo a humanizar todo lo relacionado con perros. Fue toda una experiencia. Biko estaba muy desorientado y un poco temeroso por los ruidos de la ciudad. Hasta esa fecha controlaba el canto de los pajaritos, el goteo de la lluvia e incluso el estruendoso explotar de los fuegos artificiales y desconocía los pitidos de los coches, el ronroneo de las maquinas al taladrar las aceras y los múltiples gritos de la humanidad.
Él tiraba hacia la derecha cuando yo pretendía ir a la izquierda. Él se paraba a orinar en cada esquina mientras yo trataba de sonreír a los porteros de los edificios y me dirigía a él con un no dubitativo. Él pretendía arrancarse a correr cuando yo lo que deseaba era arrancarme los tacones que en maldita hora me había puesto. Él se paraba en seco para sacudirse las garrapatas y yo hacía ademán de esquivarlas con un contorneo poco apropiado y menos equilibrado. Éramos dos desconocidos. Él no me había reconocido aún como madre. Yo no le había asimilado como hijo. Finalmente llegamos a la clínica. La auxiliar aceptó quedárselo por dos horas y treinta y cinco euros. Me fui de allí con un poco de pena. Me pareció ver tristeza en su mirada. A pesar de todo, habíamos conectado.
Cuando entró por la puerta de casa la segunda vez, tenía brillante su pelo negro, luminosos sus ojos color miel y decenas de parásitos. En unos cuantos días caerían todos, diagnosticó el veterinario. Me pasé las siguientes horas barriendo la casa a cada tanto. Desprendía bichitos muertos en cada uno de sus recorridos. Un nuevo miembro, Biko, se había instalado en mi vida.
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