jueves, 20 de febrero de 2014

Sin querer

Me pongo a trabajar un poco. Tengo varios presupuestos pendientes de enviar. Encargo los centros de flores de la boda de este sábado. Llevarán rosas de color naranja. Me encantan. El tarjetón con el menú irá impreso en papel naranja metálico, haciendo juego. Llaman los novios para puntualizar algún detalle. Hablan conmigo poniendo el manos libres del móvil. Es dulce escuchar cómo se consultan entre ellos antes de concretar. – Lo que tú digas cariño.- Como a ti más te guste cielo.- Y yo sin creer en el amor eterno. No soy de las que apueste por una relación para toda la vida. El amor y la pasión caducan. Es mi punto de vista. Valoración resultado de mi experiencia. No es que sea una aguafiestas, simplemente soy realista. Lo mejor de una relación son los tres primeros meses. Cinco a lo sumo si me pillas optimista. Es el periodo de promoción donde damos besos en condiciones. Por la novedad. Por la ilusión. Porque nos sentimos enamorados y nada del otro nos molesta. Pasado el periodo de prueba es cuando empiezan los fallos. Justo cuando llegamos a ese punto de no retorno donde todo parece complicadísimo. Será complicado avanzar, pero lo es más retroceder.


Mi relación con “A” fue apasionada al principio, cuando aún no éramos pareja. Al día siguiente de aquel primer café, nos besamos. Como dos adolescentes, en el portal. Al tercer día nos acostamos. Casi antes de darme cuenta él ya estaba desnudo. Nos divertíamos. Era el principio. Después su pasado empezó a destacar sobre nuestro presente y se complicó todo. Transcurrió el periodo de promoción y la pasión empezó a tambalearse. Aun así, juntos fuimos pasando el tiempo. Hacíamos la vista gorda a los momentos menos agradables, tratando de olvidarlos lo antes posible. Pasábamos de puntillas sobre los temas más escabrosos mientras íbamos viviendo nuestra vida. Nos inventamos una competición de mentiras e infidelidades. Quizá sin querer. Quizá queriendo. Hoy somos cómplices de momentos.


Soy de las personas que necesita su espacio. Muchas veces me gusta estar sola. Y otras veces siento que quiero nueva compañía. Nuevos amigos. Nuevos ambientes. Nuevos ingredientes. Algo distinto que cambie la monotonía del día a día. Una nueva rutina con chispa. Es complejo de explicar. Quizá se deba a mi falta de madurez. Quizá a que soy un “espíritu libre” como Biko, o independiente a plazos, como Flecha.


Llegó el momento en el que sentí que debía recoger mis cosas y vivir en mi espacio. Invertí todos mis ahorros en un apartamento. Reformé aquellos cuarenta metros cuadrados dándole mi toque personal. Habitación, salón – comedor con cocina americana y baño. Suficiente para empezar en un espacio distinto. Cuando fui a encargar la tarima que necesitaba para el suelo Biko me acompañó. Pensando en los días que tendría que compartir conmigo, creí más oportuno elegir un color oscuro. Su pelo negro no destacaría tanto, sobre todo en esos periodos en los que se le cae más en abundancia. Con el muestrario de colores delante y puesto que la decisión se me planteaba difícil, hice una prueba. Le arranqué suavemente un puñado de pelos negros y los extendí por las distintas muestras. El pelo negro en la tarima efecto arce destacaba mucho. En la que imitaba el efecto haya, más de lo mismo. Descarté el roble y el wenge fue el elegido. Me pareció perfecto mi plan. El dependiente no daba crédito. Cuando abandonamos la tienda, parecía más una peluquería por los restos de Biko-pelo abandonados en el suelo, que una tienda de materiales de reforma.



La separación en nuestra convivencia finalmente no implicó nuestra ruptura total. Hablamos y acordamos mantener la relación más o menos como hasta la fecha, solo que cada uno viviría en su casa. La oficina seguiría instalada en la habitación pequeña. Cada mañana yo llegaría a eso de las once. Justo a tiempo de mi turno de paseo. Biko se quedaría durmiendo en casa de “A” mientras yo, volvería a mi apartamento entrada la noche. Los fines de semana compartiríamos custodia.



A los ojos de los demás seguíamos siendo pareja. A los nuestros, una atípica pseudorelación de uno más dos. Después, de dos más dos.



Me fui a pasar el fin de semana a Segovia. Allí viven mis padres y dos de mis hermanas. Biko fue conmigo. Mi familia nunca ha sido de animales de compañía en casa hasta que Biko llegó. Mi padre es su abuelo. Mis hermanas sus tías. Mi madre es la única que tardó en reconocer a su nieto. Le tiene miedo. Un día, en uno de sus arrebatos me planteó el ultimátum de tener que elegir entre ella o Biko. No di una respuesta verbal. Los hechos la han respondido por si mismos. La quiero a ella y a Biko. No es posible la elección. Recapacitó. Seguiré siendo su hija y verá a su nieto con distancia. Acepté el trato.



Paseábamos aquella tarde de sábado del mes de marzo por las afueras de la ciudad Biko, su abuelo y yo, cuando nos encontramos un cachorro abandonado. Era pequeño y precioso. No había nadie próximo a él. Caía la noche y el cachorro estaba perdido. Obviamente yo no iba a dejarlo allí, a la intemperie. Caminamos algo más, buscamos a alguna persona que pudiera estar desesperada (yo lo estaría), esperamos y nada. Quizá sólo estaba extraviado y no abandonado, pensé. Imaginaba cómo estaría yo actuando si Biko se me hubiese perdido. Hubiera movilizado a mis amigos y no tan amigos. Estaría gritando su nombre a voces, desesperada. Pero desde luego, a un cachorrito de menos de tres meses no le hubiera quitado el ojo de encima en todo el paseo. No pensé más. Cogí al cachorro entre mis brazos y nos fuimos a casa. A la hora de dormir, esa primera noche, para que no hiciese pis y caca por toda la casa, le instalé en la cocina con la puerta cerrada. Fue increíble su manera de ladrar, llorar y arañar la puerta para salir. Me acerqué a ver qué pasaba. En cuanto abrí la puerta salió corriendo con su torpeza de bebé a refugiarse en el regazo de Biko y allí se quedó durmiendo. Mi padre dijo que nos aceptaba en su casa aquella noche pero ni una más. Por si no tenía bastante con los arrebatos maternos resultó que mi padre también tiene los suyos. Debió de ser por contagio matrimonial. De cuando estuvieron casados. Treinta años son mucho tiempo como para no imitar manías. El domingo por la mañana llamé a la protectora de animales. Por suerte no contestaron. Por la noche volvimos a Madrid Biko, el cachorro y yo. Llevé al pequeño al veterinario. Resultó ser pequeña, de algo más de dos meses y raza indefinida. - ¿Cuál sería mayor locura, adoptarla o entregarla?- me preguntaba. Corría por el parque persiguiendo a Biko a la velocidad que la permitía su pequeño cuerpo. Sus movimientos eran descolocados, sin control. Su rabo marrón perdía el color hacia la punta simulando una flecha. Durante una semana dudé de cuál sería la mejor decisión. Mientras, ella se adoptó a las costumbres: los paseos, los bocadillos y las trastadas.



Faltaba ponerla nombre. Cuando le encontré fue la señal clave para dejar de dudar. Era demasiado tarde para no quererla. Flecha se había instalado en mi vida. Mis padres tienen dos nietos, Biko y Flecha. Mis hermanas dos sobrinos, Flecha y Biko. Y yo, mi suelo color wenge elegido expresamente para que quedase camuflado el pelo negro, lleno de marrones y rubios pelos. Y todo, sin querer.

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