Witch y Mateo (machos, raza de aguas, color blanco y padre e hijo para más señas) corren veloces hacia nosotros. A Silvia le quedan aun unos metros para llegar. Mateo esta enamorado de Flecha y cada vez que entra en el parque pierde el control hasta que alcanza a olerla. Continuamente trata de montarla pese a que está esterilizada. Su insistencia en el empeño es agotadora. Puede estar horas. Obviamente sus intentos no consiguen más que algún gruñido de Flecha. Nos preguntamos de dónde le vendrá a Mateo esa obsesión sexual. Y miramos a Silvia. Ella niega tener nada que ver con esas costumbres de su perro. Hoy tiene mala cara y dolor de cabeza. Silvia padece migrañas. Éstas hacen que falte muchas tardes a nuestras reuniones en el parque. Fuma sin parar aun sabiendo que el tabaco no la hace nada bien. Logró dejarlo hace tiempo con acupuntura y parches de nicotina pero, volvió a cogerlo cuando su matrimonio empezó a ir mal. Finalmente se divorció. Ahora no tiene pareja. Como está de muy buen ver, intentamos que ella y CV compartan algo más que un cigarrillo. Pero no hay forma. Me ha confesado que prefiere los de treinta y tantos. Yo estoy con ella. Y si me apuras, y para lo que las dos pensamos (un buen revolcón, seamos sinceras), también nos valdría uno con los veintitantos bien puestos.
Silvia tiene alguno más de cuarenta, aunque no los aparenta. Ella dice treinta largos, por esa coquetería femenina que la caracteriza. Es de mediana estatura y cuerpo delgado. El estilo en su forma de vestir y combinar complementos es muy suyo. Sigue las tendencias de la moda con su toque personal. Su vestuario debe ser infinito ya que raramente repite modelo. Desde hace unos meses viene al parque más arreglada. Pone colorete en sus mejillas y brillo en sus labios. Son demasiadas tardes compartidas durante este último año como para que se nos pasen desapercibidos ciertos detalles. Cualquier cambio o movimiento, por sutil que se haga, es analizado minuciosamente por el grupo. Nos vamos conociendo, y es esa complicidad de desconocidos la que ha hecho que todos seamos especiales. Nunca seremos como esos amigos de la infancia, ni como los que compartieron vivencias universitarias, pero somos la panda con perros del parque. Todos tenemos los números de teléfono de los otros y los correos electrónicos. Cada cierto tiempo organizamos una cena, y depende del día de la semana elegido y si al día siguiente tenemos o no que trabajar, puede prolongarse la velada hasta las siete u ocho de la mañana.
La primera bronca se la llevó el becario cuando en una de nuestras primeras cenas se retiró a las cinco de la mañana. No entendimos esa necesidad de irse a dormir tan temprano. El becario se llama Javier. Desde el primer día que nos le presentaron le calló el apodo de becario por no tener perro. Para ser miembro de la perripanda éste es requisito necesario. Nos hemos conocido y hemos coincidido por bajar a pasear al parque con nuestros perros. Con él hemos hecho una excepción. Nos ha caído bien a todos. Es arquitecto de profesión y pinta cuadros. Es experto en ganar concursos de pintura. Tuvimos la ocasión de ver una de sus obras en una exposición en su estudio. Eran tres lienzos repletos de piedras pintadas. La idea era plasmar la crisis económica que estamos viviendo según la visión personal de cada artista. Él parece que sólo vio piedras. Ninguno de nosotros entendió su idea. Pero el marco que había puesto al cuadro le quedaba muy bien, comentamos.
Javier es amigo de Irene, artista también. Comparten estudio de pintura con otros de su gremio. Irene es la mujer de Miguel. Los dos son padres de Pedrito y a su vez, de Boss (macho, color negro y gran danés para más señas). Pero vayamos por partes.
Fuimos invitados a esa exposición en la que los dos participaban, Irene y Javier. Aquella noche después de nuestro paseo por el parque, quedamos. A la hora acordada, más o menos, llegamos. Era una convocatoria abierta y allí nos encontramos con múltiples desconocidos que también habían sido invitados. Como nosotros no somos, en general, mucho de arte, nos centramos en saludar a nuestros amigos artistas. Irene estaba estupenda, muy elegante vestida y con peinado de peluquería. Javier hubiera preferido huir al vernos llegar en manada, sin embargo aguantó estoico acorralado entre los lienzos que portaban sus piedras. Se suponía que cada artista había interpretado la crisis y la plasmó en su obra. Se suponía que los asistentes sabríamos interpretar lo plasmado. Pero sólo se suponía. Yo no entendí demasiado. El resto de la panda tampoco, aunque pusiésemos cara de intérpretes. Nos invitaron a un vino y a algo de picoteo. Poco a poco el estudio se fue desalojando y tuvimos más espacio para seguir interpretando. Alfredo y “A” cuchicheaban frente a un collage colgado. Era una composición en tres dimensiones. Si fijabas la atención en el centro y con un poco de imaginación primitiva, aquello parecía tomar la forma de un clítoris entreabierto. Seguramente esa no era ni por asomo la idea del artista, pero ellos, orgullosos de su interpretación comentaban entre risas acortando distancias con la obra. Sus caras estaban a menos de veinte centímetros del collage. Sus lenguas a diez. Tanta atención estaban ellos prestando a aquella obra, que la autora quiso definir con palabras lo que no había conseguido, damos fe, con sus manos. Casi todos escuchamos atentos. Mientras la artista hablaba, Alfredo cogió un bol de patatas fritas. Masticaba y masticaba, seleccionando previamente, con una precisión exquisita, las mejores patatas, sin levantar la mirada. A él no le importaba la explicación. Ni la crisis, mientras tuviera patatas. Miguel, el marido de Irene, consideró que era el momento de disuadirnos antes que llegara la prensa y pudiéramos hundir la exposición. Propuso irnos a tomar algo. Del estudio nos despedimos. Aquella noche no nos recogimos muy tarde.
Todavía seguimos en el parque. Llegan dados de la mano Alfredo y Viviana. A unos pasos Fosca (hembra, raza indefinida y colores blanco y negro estilo dálmata, para más señas). Ellos son matrimonio. Hace unas semanas ha sido su octavo aniversario. Llevan ocho años de casados y once como pareja. Realmente parece que vivan en una luna de miel permanente. Alfredo es dos personas en una. Vestido de traje y corbata es un directivo importante de un banco, e imagino que en ese caso se comportará como tal. Vestido de vaquero y camiseta sin planchar es un catalán siempre con ganas de comer (todos nos hemos dado cuenta de ello) y humor desenfrenado. Cuando quedamos a cenar, elige el sitio estratégico para colocarse en la mesa. Entre dos del grupo que coman menos, así en el reparto tocará a más. Si en el plato queda la última pieza de algo (una croqueta, una viruta de jamón o una cuña de queso) coge el plato y nos ofrece uno a uno ese último bocado. Insiste con el deseo de que no lo aceptemos. En ese caso sus ojos se le iluminan y lo mete en su boca de buen grado. Es una delicia verle feliz con tan poco esfuerzo. Viviana, su mujer, a veces se sonroja con ello. Como ya nos conocemos, su vergüenza se ha desvanecido. Es como es y todos lo aceptamos como tal. Alfredo no está acostumbrado a beber y cuando lo hace, la chispa del alcohol le transforma aun más. Entonces se deja llevar y baila sardanas al compás de una canción nacional o enseña los calzoncillos en plena calle de madrugada. Físicamente es más atractiva Viviana. Ella tiene normalmente una expresión dulce. Parece delicada y frágil. Sólo lo parece pues en cuanto le sale el carácter cambia la expresión. Su mirada lo dice todo sin necesidad de palabras. Alfredo sin embargo no es ni guapo ni atractivo. No es alto, no tiene mucho pelo y no destaca por su agudeza visual. Pero ellos se quieren.
No hay comentarios:
Publicar un comentario