Me dedico a organizar bodas. Y a pesar que han sido muchas, trato siempre de hacer que cada una sea exclusiva, especial. Mi teléfono está operativo veinticuatro horas al día. No tengo horario concreto. Organizo mi agenda dependiendo de las citas y reuniones que van surgiendo. Cuando empieza la primavera dejan de existir los fines de semana. Viernes, sábados y domingos estoy de boda.
Sin saber cocinar, combino distintos platos, con sus salsas y guarniciones, hasta componer diferentes menús. Los platos que forman un menú deben seguir un orden marcado por el sabor y el valor alimenticio de sus ingredientes. Trato de tenerlo en cuenta. Si la merluza a la sidra lleva almejas y patatitas al vapor, que el solomillo al carbón no lleve patatas aunque vayan a ser risoladas. La última palabra la tienen las parejas de novios. Muchas veces me sorprenden. Una vez los invitados terminaron la cena con cara de frambuesa. Los novios eligieron: Ensalada de queso de cabra, con cebolla al caramelo y frutos rojos; sorbete de frambuesa, solomillo hojaldrado al foie con emulsión de frambuesa y de postre, espuma de yogurt con frutos del bosque. Aquello fue un empacho de sabor agridulce y color rojo. Pero fue su decisión. Era su boda.
Intento cuidar los detalles. Aconsejo que el color del mantel elegido no parezca la prolongación del vestido de la madrina. Todo depende de la comunicación entre la novia y su futura suegra. Cuando ésta no existe hay muchas posibilidades de acertar con la catástrofe. Se cumple la Ley de Murphy y quedan las pruebas gráficas. Fotos de los novios y padres de los respectivos alrededor de la mesa presidencial. Esa mesa con el mantel que lleva de vestido la madrina. Trato de no perder los nervios. Soy una profesional. Que el fotógrafo mueva de sitio a la familia. En caso de posible inestabilidad climatológica dejo bien claro que no tengo control sobre las nubes. No soy responsable de la lluvia. El único plan posible es sonreír, transmitir felicidad y al día siguiente llevar el vestido de novia al tinte. Yo también termino empapada. No puedo hacer otra cosa. Tengo hilo y aguja en mi bolso. No soy muy mañosa zurciendo pero tuve que coser el pantalón del smoking de uno de los testigos. Estuvimos algo más de diez minutos a solas. Él en calzoncillos y yo dando puntadas con una mano mientras con la otra cruzaba los dedos para que nadie nos pillase. No estaba haciendo nada malo pero hubiera sido complejo de explicar. Al final me dio su número de teléfono. No le llamé.
Suena mi móvil. Es la duodécima vez que me llama el novio que se casa este sábado. Normalmente son ellas las que ponen más dedicación en la organización de la boda. De vez en cuando sale un novio dedicado. Esta vez me ha tocado el que más. Le echaré de menos cuando termine su día.
Pongo las correas a Biko y Flecha. Es el momento de su paseo.
Cuando Biko se instaló en mi vida, yo vivía con “A”. Había alquilado un piso de unos setenta metros cuadrados en la zona de Goya, Madrid. Vimos unos cuantos antes de decidirse. Éste se llevó todos mis votos. El último piso de un edificio de seis plantas. Con ventanales al sur, este y oeste. Mucha luz. Los propietarios hicieron una reforma en plan minimalista, lo que tenía sus contras: Pocos radiadores por considerarlos nada estéticos. En invierno hace mucho frío. El tendedero en zona no visible. Hay que meterse en la bañera o subirse a la encimera de la cocina para poder tender la ropa. Los techos son muy altos. En verano hace mucho calor. Detalles que hemos ido descubriendo a lo largo de los meses. Pero a mí me encantó cuando le vi. “A” me mandó de avanzadilla. El encargado de mostrarle era el portero. Jesús, un señor que vino del pueblo a la capital para ganarse la vida. Encantador. En unos años se jubilaría. Subimos juntos a verlo. Estaba sin amueblar y con las persianas levantadas. Entraba la luz por todas partes. Recibidor, salón comedor, habitación pequeña que sería la oficina, habitación principal, baño y mini cocina con puerta corredera de cristal. Para mí era perfecto, ahora “A” tenía que dar su visto bueno. En una hora volvimos a visitarlo. Se tomó, ese día sí, parte de la mañana para concretarlo todo.
En el contrato de arrendamiento había una claúsula específica que prohibía tener mascotas. No se la dio importancia. Quedó firmado. Un año después obviamos la prohibición y Biko entró por la puerta para quedarse. Pasados tres años, lo hizo Flecha. Hay hechos en la vida que no han sido considerados y ocurren. Les aceptamos como vienen. Nos son discutibles.
Primero se instaló “A”. Después lo hice yo. Más tarde Biko ocupó su espacio. Reorganizamos nuestras costumbres. Quien más madrugaba era “A”. Su rutina era, primero café, ducha y a trabajar. Después café, ducha, paseo a Biko y a trabajar a las ocho. Yo nunca he sido de madrugar. Mis trabajos anteriores tampoco me lo han exigido. Ahora no es la excepción. Ninguna pareja de novios quedaría antes de las diez de la mañana para hablar de la organización de su boda. Quizá pudiera existir alguna. Por suerte ésta a mi no me llama. Asi pues mi día a día era, primero café, ducha y a trabajar en la habitación pequeña destinada como oficina. Después café, ducha, paseo a Biko y a trabajar a las diez. A veces son las once. Biko también se ha adaptado a las nuevas costumbres. Sabe que los paseos del día son cortos. El primero, a las ocho de la mañana, una vuelta a la manzana. El segundo, a las once, una vuelta a dos manzanas. El tercero, a las tres, una vuelta a tres manzanas. El cuarto, a las ocho de la tarde, es el más esperado por él. Sabe que vamos al parque y allí estaremos de una a dos horas. Tiempo suficiente, cada día, para que todos hagamos amigos. A Jesús, el portero, le encantan los perros. El también tiene uno, Bruno (macho, de raza huski y color gris y blanco de ojos azules, para más señas). Es su pequeño, con tres años y más de cuarenta kilos. Somos así la mayoría de las personas que tenemos perros. Al menos perros en la ciudad. No son simples perros que viven en un piso, en un apartamento, que duermen en tu propia cama, son nuestros bebés, nuestros cachorros, los niños de nuestros ojos. Uno más de la familia. Y ellos lo saben. Ellos lo sienten. Y muchas veces se aprovechan de eso. Son más que mis perros. Son los peques de la casa. Los consentidos.
Biko debería haber sido un perro tranquilo. Los de su raza son los elegidos para ser guía de ciegos. Él es diferente. Es independiente y muy travieso. Dicen que los perros adoptan el carácter y forma de ser de los dueños. Realmente él tiene un poco de los dos. Sus fechorías me han costado más de un disgusto, más de una discusión y más de quinientos euros. En una ocasión decidió comprobar la dureza del cristal de las gafas, recién estrenadas para más inri, de “A”. Estaban en la mesita baja frente al sofá. Aparecieron en el suelo, abandonadas en medio del salón, con el cristal chascado. Fue en décimas de segundo. Cuando las encontré Biko se hacía el dormido. Le hubiera estrangulado. No tanto por el hecho en sí, era cuestión de euros, sino por la bronca que nos iba a caer. Soy muy protectora y aunque se mereciera un azote, que se lo dí, jamás permitiría una reprimenda más violenta. Es un perro. Como un bebé. Sin conciencia y con conocimiento. Acordé con Biko que asumiría las culpas. Se libraría de un buen correazo. Me debía una. Ya me la devolvería. Inventé que me había tropezado, las gafas cayeron al suelo y el tacón de mi zapato crujió sobre el cristal. Coló. Fueron cincuenta euros.
Otro día paseando por el parque decidió comprobar la resistencia del dedo meñique de “A” ante una dentellada. Biko hizo una de sus escapadas mientras nosotros charlábamos. De pronto fue hacia él un perrazo (macho, raza boxer, color marrón y el doble en todo, para más señas). Se ladraron. Se echaron los dientes. Gritamos. Biko tenía todas las de perder. “A” se metió en la pelea. Su dedo meñique terminó colgando de la mano. Otra vez en décimas de segundo. Terminamos en el hospital. El dedo se salvó. “A” recuperó, al cabo de un par de horas, el color en su semblante, y en unos meses, la sensibilidad táctil. Fue un buen susto.
Luego le dio por ensañarse con las prendas de marca. Yo soy más impulsiva comprando y me privan las rebajas, los trapitos a euro, los mercadillos y los chollos. “A” selecciona más la ropa que elige. Siempre de marca. He repuesto guantes de Addidas, bufandas Lacoste, calzoncillos Calvin Clein. En otros momentos he ocultado los restos de las pruebas. – No tengo ni idea de dónde puede estar el calcetín derecho de Ralph Lauren - he respondido cruzando los dedos. Al principio no sabíamos cuando nos iba a tocar la trastada. No controlábamos su comportamiento. De la convivencia hemos aprendido todos. Biko sabe lo que quiere. Si es la hora de uno de sus paseos y no le sacamos, cuando volvamos tendremos sorpresa. Si le apetece una galleta y no le invitamos, planeará qué se comerá en nuestra próxima ausencia. Si le dejamos sólo más tiempo del habitual sacará la ropa de la lavadora y la distribuirá por toda la casa. Con suerte, sin roturas.
Jesús, el portero, siempre ha llamado a Biko cachorro. Desde el primer día le ha mimado, acariciado e invitado a algo. Los perros aprenden muy pronto las costumbres que les interesan. Controlan los horarios. Reclaman sus recompensas. Biko no iba a ser menos. Mejor, es el que más.
Volvemos del paseo de las once. Biko y Flecha buscando su bocadillo. Los últimos metros de vuelta al portal los recorremos en cero coma décimas. Jesús ya tiene media barra de pan con mortadela dividida en dos partes para “los niños”. El día que Jesús está ocupado o no ha tenido tiempo de ir a comprar el bocadillo, tengo problemas. Los niños suben enfadados. Muy enfadados. Cuando me despisto rompen algo. Ya lo he comprobado así que tengo bien dicho a Jesús que no me puede fallar. Si vuelve a estar ocupado me deja el bocadillo en el cajón del recibidor del portal y me encargo de repartírselo. Cada fin de mes colaboramos económicamente para este almuerzo. Subimos en el ascensor, los tres tan contentos.
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