Hoy me he parado a pensar. Tengo una vida muy normal. Estoy en uno de esos momentos en que el tiempo va pasando a mi lado casi sin saludar. Y cuando miro al calendario otro día ha pasado. Así sin más. Y entonces me pregunto realmente qué quiero ser. Y sentir. Y vivir. No puedo seguir viviendo sin vivir. Me apetecería perder la calma. Y entonces intuyo que voy a tropezar de nuevo. Sólo espero que sepas entender el límite porque voy a empezar diciéndote que no soy de fiar, sentimentalmente hablando. Acuérdate de estas palabras cuando me pidas cariño y yo te responda con un jodido: te lo dije.
Soy la presidenta de mi comunidad de vecinos. Parece un título elegante, pero se resume a ser portavoz de la escalera. La que tiene que ir con dimes y diretes entre vecinos. Y a veces, con suerte, la que tiene la última palabra. Hoy ya estamos de obras en la fachada. Hemos contratado a un arquitecto externo que controle las actuaciones de los obreros. Por recomendación de la Empresa Municipal de la Vivienda. Y por nuestro propio interés. No tiene sentido pensar que un arquitecto de la empresa contratada para llevar la obra ponga a la orden a los obreros que trabajan en la misma y pegas al jefe que paga su nómina. Es obvio hasta para una rubia como yo. Y entonces buscamos contactos. Y un miembro de la comisión de obras formado por dos vecinos más, conoce a un arquitecto con el que trabaja esporádicamente. Es de su confianza así que velará por los intereses de nuestra comunidad de vecinos. El arquitecto nos pasa presupuesto de lo que nos costará el proyecto y sus quehaceres. Aceptamos todos los ceros que lleva su minuta. Otro más a formar parte de esta comisión de obra que tendrá que revisar el papeleo solicitado, la tramitación de licencias y que los obreros lleven los arneses, cascos y resto de indumentaria requerida por las buenas prácticas escritas en vete tú a saber que decreto, ley o similar. Optamos por comunicarnos vía mail. Menos mal que no se plantea el tan de moda whatsapp ó twitter. Será porque como no somos adolescentes no estamos tan obsesionados con las nuevas tecnologías. Al menos por mi parte. Y yo lo prefiero. Se que las redes sociales son la revolución que nos permite conectarnos instantáneamente con mucha gente. Pero yo no necesito estar conectada con tanta. Además, soy más de redacciones largas. Y no de respuestas con monosílabos. Sobre todo cuando mandas un sms con más de una pregunta, algunas de ellas incluso contradictorias, y el receptor responde con un sí ó un no, a secas. Pero si el coste es el mismo utilices uno ó el total de los caracteres permitidos. No lo entiendo. De ahí que prefiera la longitud que permite un mail. Puede ser largo, muy largo. Y a mí me gusta escribirlo así, porque normalmente no tengo tiempo de hacerle más corto. Y así empezamos con nuestra retaila de mails comunitarios.
J, el arquitecto, empezó enviándonos el borrador de lo que sería su contrato. Encontré algunas claúsulas desconcertantes, por no decir abusivas, así que contesté con las correcciones oportunas que se me ocurrieron. Utilizando un tono más bien cordial, para evitar la distancia que puede marcar un contrato formal. Respondió con un: “Remito borrador modificado con indicaciones y cambios. Había puntos que eran errores de otro contrato y el apartado relativo a los honorarios por exceso de visitas, lo he modificado sin poner cantidad. El objeto es evitar, como me ha pasado en otros casos, triplicar visitas por causa de constructoras sin capacidad para hacer las obras”.
Una vez aclarado este punto importante en nuestra economía comunitaria, J continuó con el desarrollo de su proyecto. Visitó los pisos de los vecinos, para tomar medidas y comprobar bases de construcción de nuestro edificio, y contactó con el técnico municipal que visaría cada uno de nuestros movimientos. Y todo esto se fue desarrollando a lo largo de los meses.
Mientras, las vecinas me increpaban cuando nos cruzábamos en la escalera, avasallándome a preguntas de lo más cualificadas. Y las distintas empresas con las que habíamos contactado al inicio para solicitarles presupuesto, volvían a llamar para ver quien se había llevado el gato al agua. Gato que en aquellos momentos no había sido ni engendrado, pues según la técnico municipal habría que llevar a cabo algunos arreglos más, no contemplados en el presupuesto inicial solicitado. De nuevo me tocó contactar con la docena de participantes detallándoles los nuevos conceptos. Y todo ello en horas fuera del trabajo. Y todo ello con las vecinas metiendo prisa. Y todo ello con el típico tono formal de las comunicaciones. Demasiado aburrido para mi forma de ser. Cambié el enfoque. Empezamos con la contra reloj de analizar minuciosamente cada presupuesto y hacer una comparativa. Y así llegamos casi al final del principio.
Blog mío, que es lo mismo que decir personal, pero con menos letras. Esta soy yo y mi vida, porque después de todo, conmigo es posible. Si te apatece, empieza leyendo de la más antigua a la actual, para que puedas seguir el hilo y entenderme. De lo contrario creeras que no estoy muy cuerda, y quizas asi sea.....Me lo dirás???.
viernes, 28 de febrero de 2014
jueves, 27 de febrero de 2014
Hoy es mi cumpleaños
Sms: “ Muchísimas Felicidades! Sigue cumpliendo años, te sientan de maravilla. Un besazo pibón”
Yo: “Muchas gracias cuerpo. Spero podamos celebrarlo sin ropa y con mucho interés. Bsts”
Sms: “No sabes lo que acabas de hacer. Voy a guardar este sms y voy a exigir su cumplimiento”.
Hoy es mi cumpleaños. Y cumplo treinta y tantos. Me he levantado temprano para, primero asimilar, después planificar, qué hacer en mi día de cumpleaños.
- ¿treinta y tantos, son tantos? – me pregunto.- ¿ y tantos son muchos?. - Freno mi reflexión en seco. Mejor no analizar la edad. Para no salir perdiendo. O ganando. Es mi día y debo pensar en celebrarlo.
Recibo un mail de un buen amigo, 8a. Hola princesa, me escribe. Y me propone una escapada de un fin de semana por ahí. De esos de gastar dinero, playa, risas, miradas y pasión. Apartados del mundo. - Te va bien Madeira?- me pregunta. Y aunque quiera decir que sí, pongo los pies en la tierra. Mejor esa celebración la dejamos para los cuarenta.
Nunca hemos tenido nada entre nosotros. Y nos conocemos desde que éramos unos críos. En aquel colegio de Ávila. En el último curso él estaba sentado detrás de mí. Era tímido. De mirada intensa. Muy alto y delgado. Hablábamos. A mí me gustaba un chico un poco mayor que nosotros que era del barrio. Además de mi vecino. Y que me ignoraba con todas las letras. Cuando yo le preguntaba a mi amigo por qué yo no gustaba a ese chico, él me respondía que era obvio. Yo estaba plana. Y mientras aquella palabra salía de su boca, con la mano golpeaba la mesa, y la movía de un lado a otro. Entendí entonces que tener dos buenas tetas no sería nunca mi objetivo y si por las glándulas mamarias empezaba el gusto de los chicos, yo tendría que dedicar mi adolescencia a leer libros. Y así lo hice.
A él le gustaba mi mejor amiga. Él me aseguró, años después, que esa suposición mía no era cierta. Yo sigo pensando que sí, aunque no tenga pruebas. Pero es que ella gustaba a todos. Y eso que no era muy alta. Y eso que llevaba gafas. Y eso que, sí, tenía buena delantera.
Pero nosotros éramos amigos. Y lo fuimos más una vez terminado el colegio. Yo me fui al instituto. Él decidió hacer formación profesional. Ya no coincidimos nunca más en la misma clase. Ni siquiera nos encontrábamos por el barrio. Sin embargo seguimos en contacto vía teléfono y carta. Porque yo cambié de ciudad. Y por suerte, de talla de sujetador.
Consolidamos nuestra amistad contándonos cómo éramos. Pero no como contamos que somos cuando queremos quedar bien. Cuando queremos impresionar. Sino contándonos aquello que a otros no gusta. Aquello por lo que otros nos van a juzgar. Él es como yo. Y yo soy como él. Nuestra vida es imperfecta. Porque la perfecta no nos convenció. Porque perfecta no asistió aquel día a clase. O nosotros hicimos pellas cuando tocó esa materia. Una de dos.
Su mirada sigue siendo intensa, aún con el paso del tiempo. Ya no es tan tímido. Y me cuenta que tiene una amante que ya no le excita. Porque lo que empezó siendo novedad ha pasado a rutina. A aquel cuerpo que le fascinó una noche de verano, hoy le sobran seis kilos. Y sueños de futuro. Aquello se complica, le digo. Si en una relación clandestina el sexo no funciona y los problemas empiezan, mejor pararlo a tiempo. Pero no es fácil. Como no lo es salir huyendo. Hay sentimientos que devoran por dentro. Y entonces vuelve a quedar con ella. Y acaricia sus curvas, aun sabiendo que no desea hacerlo. Y que no le ayudará el paso del tiempo.
Fue hace mucho cuando él y yo nos vimos por última vez. Los dos sabemos que nos queremos. Y quizá incluso nos deseemos. Puede que un día nos lo digamos. Hoy nos mandamos mails a cada tanto, contándonos que la vida nos sigue. Unas veces con buenas noticias. Otras nos persigue con no tan buenas. Y nos hacemos promesas de vernos pronto. Pero ese día nunca llega. Y mejor así si queremos mantenernos con la ropa puesta. Y mejor así.
Sigue siendo mi día de cumpleaños. Mi teléfono suena. Parece que hoy tendré algunas llamadas. Y mensajes. Y más mails. He escrito un recordatorio en facebook. Es bueno inventarse una razón para contactar de nuevo con los amigos y conocidos. Y yo hoy tengo la mía.
Hace meses que no sabía de él. De M.A. La última vez que nos vimos fue mucho antes de casarse, de tener un hijo y de dejar de llamarme. Luego pasó todo lo dicho. Nos conocimos en la playa. Hace años. Creo que por aquel entonces yo ni siquiera era mayor de edad. O casi. Fueron varios los veranos que coincidimos en la misma playa. Me enrollé a besos con uno de sus amigos. Después me desenrollé. Y luego nosotros nos hicimos más amigos. Compartimos mañanas de sol y tardes de paseo. Hasta que una noche quedamos. Y cuando estábamos los dos en la barra del chiringuito de turno pidiendo las copas del grupo, de pronto se apagaron las luces, y me plantó un beso en la boca. En Madrid repetimos la intensidad de los besos y pasamos al sexo. Lo hicimos alguna que otra vez. Prometiéndonos una relación libre y sin ataduras. Hasta que desapareció. O mejor, llamó a mi casa para decirme que no le llamase. Se lo dijo a mi contestador. Se había enamorado y ya no podíamos ser nada. Y nada era una palabra amplia. Pasados los años decidí escribirle un mail. Y contestó. Ya estaba casado, había tenido un hijo y seguía siendo parco en palabras. Hoy le he recordado que era mi cumpleaños y me ha respondido que la última vez que le escribí tenía una cena degustación para "nosecuantas" parejas de novios y al no volver a saber de mí, supuso que había sido yo el plato estrella. Al menos humor no le falta. Aunque hubiera preferido menos distancia.
A y yo quedamos a comer.
Con B lo celebraré esta noche.
C me ha mandado un mensaje. Mi regalo ya está en su casa. Más claro, en uno de los locales que tiene en su cartera de alquiler. Me gustará, me dice. Y ya imagino lo que puede ser.
Una llamada se cuela por mi teléfono. Cuando descuelgo escucho un Happy Birthday cantado en el tono que puso Marilyn cuando se lo dedicó a Kennedy. Pero la voz amorosa es masculina. Y como aquella acostumbraba a dormir desnuda, llevando sólo sobre su cuerpo unas gotas de perfume, pregunto si él lleva algo puesto mientras me canta. Y escucho la respuesta:
- Llevo una erección tremenda. Eso es lo que llevo. -
Y reímos a carcajadas.
Un último mail se asoma por mi bandeja de entrada. Es Rodri, un ex. “Feliz Cumpleaños. Aunque no lo creas, te quiero de verdad. Te deseo lo mejor. Besos, en los morros y en los otros labios”. Sonrío. Demasiados recuerdos. Unos buenos. Otros no tanto. Demasiado tarde. Ya las doce han pasado.
Hoy he cumplido los que me tocan. Unos preciosos treinta y nueve.
Yo: “Muchas gracias cuerpo. Spero podamos celebrarlo sin ropa y con mucho interés. Bsts”
Sms: “No sabes lo que acabas de hacer. Voy a guardar este sms y voy a exigir su cumplimiento”.
Hoy es mi cumpleaños. Y cumplo treinta y tantos. Me he levantado temprano para, primero asimilar, después planificar, qué hacer en mi día de cumpleaños.
- ¿treinta y tantos, son tantos? – me pregunto.- ¿ y tantos son muchos?. - Freno mi reflexión en seco. Mejor no analizar la edad. Para no salir perdiendo. O ganando. Es mi día y debo pensar en celebrarlo.
Recibo un mail de un buen amigo, 8a. Hola princesa, me escribe. Y me propone una escapada de un fin de semana por ahí. De esos de gastar dinero, playa, risas, miradas y pasión. Apartados del mundo. - Te va bien Madeira?- me pregunta. Y aunque quiera decir que sí, pongo los pies en la tierra. Mejor esa celebración la dejamos para los cuarenta.
Nunca hemos tenido nada entre nosotros. Y nos conocemos desde que éramos unos críos. En aquel colegio de Ávila. En el último curso él estaba sentado detrás de mí. Era tímido. De mirada intensa. Muy alto y delgado. Hablábamos. A mí me gustaba un chico un poco mayor que nosotros que era del barrio. Además de mi vecino. Y que me ignoraba con todas las letras. Cuando yo le preguntaba a mi amigo por qué yo no gustaba a ese chico, él me respondía que era obvio. Yo estaba plana. Y mientras aquella palabra salía de su boca, con la mano golpeaba la mesa, y la movía de un lado a otro. Entendí entonces que tener dos buenas tetas no sería nunca mi objetivo y si por las glándulas mamarias empezaba el gusto de los chicos, yo tendría que dedicar mi adolescencia a leer libros. Y así lo hice.
A él le gustaba mi mejor amiga. Él me aseguró, años después, que esa suposición mía no era cierta. Yo sigo pensando que sí, aunque no tenga pruebas. Pero es que ella gustaba a todos. Y eso que no era muy alta. Y eso que llevaba gafas. Y eso que, sí, tenía buena delantera.
Pero nosotros éramos amigos. Y lo fuimos más una vez terminado el colegio. Yo me fui al instituto. Él decidió hacer formación profesional. Ya no coincidimos nunca más en la misma clase. Ni siquiera nos encontrábamos por el barrio. Sin embargo seguimos en contacto vía teléfono y carta. Porque yo cambié de ciudad. Y por suerte, de talla de sujetador.
Consolidamos nuestra amistad contándonos cómo éramos. Pero no como contamos que somos cuando queremos quedar bien. Cuando queremos impresionar. Sino contándonos aquello que a otros no gusta. Aquello por lo que otros nos van a juzgar. Él es como yo. Y yo soy como él. Nuestra vida es imperfecta. Porque la perfecta no nos convenció. Porque perfecta no asistió aquel día a clase. O nosotros hicimos pellas cuando tocó esa materia. Una de dos.
Su mirada sigue siendo intensa, aún con el paso del tiempo. Ya no es tan tímido. Y me cuenta que tiene una amante que ya no le excita. Porque lo que empezó siendo novedad ha pasado a rutina. A aquel cuerpo que le fascinó una noche de verano, hoy le sobran seis kilos. Y sueños de futuro. Aquello se complica, le digo. Si en una relación clandestina el sexo no funciona y los problemas empiezan, mejor pararlo a tiempo. Pero no es fácil. Como no lo es salir huyendo. Hay sentimientos que devoran por dentro. Y entonces vuelve a quedar con ella. Y acaricia sus curvas, aun sabiendo que no desea hacerlo. Y que no le ayudará el paso del tiempo.
Fue hace mucho cuando él y yo nos vimos por última vez. Los dos sabemos que nos queremos. Y quizá incluso nos deseemos. Puede que un día nos lo digamos. Hoy nos mandamos mails a cada tanto, contándonos que la vida nos sigue. Unas veces con buenas noticias. Otras nos persigue con no tan buenas. Y nos hacemos promesas de vernos pronto. Pero ese día nunca llega. Y mejor así si queremos mantenernos con la ropa puesta. Y mejor así.
Sigue siendo mi día de cumpleaños. Mi teléfono suena. Parece que hoy tendré algunas llamadas. Y mensajes. Y más mails. He escrito un recordatorio en facebook. Es bueno inventarse una razón para contactar de nuevo con los amigos y conocidos. Y yo hoy tengo la mía.
Hace meses que no sabía de él. De M.A. La última vez que nos vimos fue mucho antes de casarse, de tener un hijo y de dejar de llamarme. Luego pasó todo lo dicho. Nos conocimos en la playa. Hace años. Creo que por aquel entonces yo ni siquiera era mayor de edad. O casi. Fueron varios los veranos que coincidimos en la misma playa. Me enrollé a besos con uno de sus amigos. Después me desenrollé. Y luego nosotros nos hicimos más amigos. Compartimos mañanas de sol y tardes de paseo. Hasta que una noche quedamos. Y cuando estábamos los dos en la barra del chiringuito de turno pidiendo las copas del grupo, de pronto se apagaron las luces, y me plantó un beso en la boca. En Madrid repetimos la intensidad de los besos y pasamos al sexo. Lo hicimos alguna que otra vez. Prometiéndonos una relación libre y sin ataduras. Hasta que desapareció. O mejor, llamó a mi casa para decirme que no le llamase. Se lo dijo a mi contestador. Se había enamorado y ya no podíamos ser nada. Y nada era una palabra amplia. Pasados los años decidí escribirle un mail. Y contestó. Ya estaba casado, había tenido un hijo y seguía siendo parco en palabras. Hoy le he recordado que era mi cumpleaños y me ha respondido que la última vez que le escribí tenía una cena degustación para "nosecuantas" parejas de novios y al no volver a saber de mí, supuso que había sido yo el plato estrella. Al menos humor no le falta. Aunque hubiera preferido menos distancia.
A y yo quedamos a comer.
Con B lo celebraré esta noche.
C me ha mandado un mensaje. Mi regalo ya está en su casa. Más claro, en uno de los locales que tiene en su cartera de alquiler. Me gustará, me dice. Y ya imagino lo que puede ser.
Una llamada se cuela por mi teléfono. Cuando descuelgo escucho un Happy Birthday cantado en el tono que puso Marilyn cuando se lo dedicó a Kennedy. Pero la voz amorosa es masculina. Y como aquella acostumbraba a dormir desnuda, llevando sólo sobre su cuerpo unas gotas de perfume, pregunto si él lleva algo puesto mientras me canta. Y escucho la respuesta:
- Llevo una erección tremenda. Eso es lo que llevo. -
Y reímos a carcajadas.
Un último mail se asoma por mi bandeja de entrada. Es Rodri, un ex. “Feliz Cumpleaños. Aunque no lo creas, te quiero de verdad. Te deseo lo mejor. Besos, en los morros y en los otros labios”. Sonrío. Demasiados recuerdos. Unos buenos. Otros no tanto. Demasiado tarde. Ya las doce han pasado.
Hoy he cumplido los que me tocan. Unos preciosos treinta y nueve.
miércoles, 26 de febrero de 2014
Viceversa ( 2 )
Biko hoy está triste. Lleva todo el día tumbado. Cuando toca el paseo de turno no hace por moverse. Casi tengo que obligarle. Está deprimido, lo sé. Se ha enamorado y ahora paga las consecuencias de una relación que no funcionó. Pensamos que se merecería un revolcón. Como los que Silvia y yo comentamos. De esos sin compromiso pero apasionados. Y Biko le encontró, o mejor, se le busqué. Navegué por distintas páginas de mascotas en Internet y puse un anuncio: “Perro labrador negro y ojos color miel busca una relación sin compromiso de paternidad”. Pasados unos meses recibí un mail aceptando la proposición. Una pareja de Aranjuez con una perra labradora gigante contestó. Nos estuvimos mensajeando hasta que a la perra la llegó el celo y el veterinario indicó los que serían sus mejores días. Cogimos el coche y allí nos presentamos. Dimos unas cuantas vueltas antes de encontrar la dirección. Nos pasa siempre. “A” se orienta con dificultad. Lo suyo no es interpretar planos ni memorizar indicaciones. Finalmente llegamos. Nos conocimos los dueños (Teresa y Antonio. “A” y yo). Se conocieron los perros (Amber y Biko). Desde luego que aquella hembra labradora era gigante. Biko quedaba muy bajito a su lado. Desde el principio conectaron. Estuvieron correteando por el jardín del chalet toda la tarde mientras nosotros charlábamos y Flecha esperaba en el coche. No era muy recomendable juntar a dos hembras, estando una en celo, y un macho cortejando. Pormenores que hemos ido aprendiendo con el tiempo. Durante el par de horas del café, hubo toma de contacto entre ellos, pero no consumación del acto así que, acordamos que Biko se quedaría allí un par de días más. Le dejamos su mochila (comedero, pienso, correa) y nos fuimos. Él siguió a lo suyo, sin echarnos de menos. Al día siguiente hablé con Teresa. Biko no había querido comer nada y tampoco se había despegado de su amada. Por la noche volvimos a hablar. Biko seguía sin comer, a lo sumo bebía agua y volvía a intentarlo. Me decía que Amber no colaboraba demasiado en el juego. Falta de experiencia. Para los dos iba a ser su primera vez. Biko lo tenía difícil, más que nada por la altura de ella. Ni empinándose llegaba. Pese a todo, lo continuó intentando todo el día y al siguiente. Volvimos a hablar nosotras y Teresa seguía preocupada por la falta de ganas de comer de Biko. Sus ganas eran otras. Quedamos que pasaríamos a recogerle por la tarde. Cuando llegamos él nos ignoró por completo. El amor le tenía anulado los sentidos. Finalmente no lo había conseguido. Biko no se movió durante todo el viaje de vuelta. Estaba lleno de tierra, polvo y bastante más delgado. Demasiado desgaste en dos días. Cuando llegamos a casa le di un buen baño. Después se tumbó en el sofá y no se movió durante horas. Han pasado un par de días y sigue triste. - ¿Cuánto le durará a un perro una decepción amoroso-sexual? o peor ¿Cuánto le durará su primera decepción amoroso-sexual? -. Porque con el paso de las experiencias, las decepciones son más digestivas. Aunque siempre duele, la intensidad ya no es la misma, por muy enamorada que hayas estado esa quinta vez.
Ya ni recuerdo la primera vez que me enamoré. O quizá sí. Debería concretar qué entiendo hoy por enamorarme. En mi etapa adolescente me gustó algún que otro chico y yo suspiraba diciendo que estaba enamorada. Muchas veces ni siquiera había cruzado una palabra con el sujeto en cuestión, pero yo me sentía morir de amor. En mi etapa universitaria me enamoré. Pero esta vez de verdad. Crucé palabras con el sujeto y llegué a acostarme con él. El amor nos duró unos años. Hasta que él me dejó por otra. Lloré. Aquel día me dolió. El tiempo hizo que se me pasase y me volviera a enamorar. Una y otra, y otra vez. Amores fugaces con sexo salvaje. Y es que cuanto menos tiempo ha durado la relación, más apasionados han sido los momentos sexuales. Esto no significa que me acueste en la primera cita o que tenga relaciones de un solo día. Pero mi satisfacción sexual es inversamente proporcional al grado de compromiso adquirido. A las pruebas me remito. Enumeraré tres ejemplos. Mi relación con Gus duró menos de dos meses. Muchos polvos mágicos y una gran decepción. Con Dai fueron nueve meses intensos. Fijamos fecha de comienzo y fin de la relación. Y la cumplimos. Quizá por eso fue perfecta en todos los sentidos. Rodri fue muy complicado. Sexualmente lo daba todo. Sentimentalmente todo lo contrario. Machista y manipulador. Tres meses fueron suficientes. No me apetece recordar más, pero se que hubieron algunos otros. Volvamos al presente.
Suena mi teléfono. Cruzo los dedos. Espero que no sea nadie de la familia del tío Wences. No tengo suerte. Es la novia de nuevo. Olvidó comentarme que el tío Wences se ha hecho vegetariano por lo que hay que cambiarle el menú. Acepto el cambio. Significa que el tío Wences respeta a los animales y eso me gusta. Pienso rápido un plato alternativo al Solomillo. Pastel de verduras ó milhojas de alcachofas con salsa de limón. La novia duda. No puede tomar una decisión. Demasiados cambios en estos últimos días. Se mantiene en silencio al otro lado del teléfono. Espero paciente. La doy tiempo. De pronto empieza a llorar. No me lo espero. Sigo callada, quizá ese llanto no es de mi incumbencia. Carraspeo para recordarla que sigo al otro lado de la línea. Se aclara la voz y me pide perdón.
– Nada – digo. No sé qué puedo añadir. Menuda profesional.- ¿Todo bien? – pregunto, sabiendo que la respuesta es no. Obviamente algo no va bien. Vuelven a coger carrerilla sus lágrimas. La cuestión no es si pastel ó milhojas, así que no haré ningún chiste fácil.
- ¿Puedo ayudarte en algo? – digo pausada, despacio. No soy su amiga, y quizá por eso tengo más posibilidades que se sincere conmigo. Nos hemos visto media docena de veces. Las suficientes para organizarlo todo. El resto de dudas y preguntas las hemos resuelto vía mail ó teléfono. No sabe qué responderme. Lo noto. Y no insisto. Espero de nuevo. Tengo práctica en ello. No me extraña que llore, pienso. Va a casarse. Y peor aún, tiene un tío llamado Wences que es la guinda del pastel. De un pastel de verduras. La elección del plato vegetariano ya la he tomado yo. Al final se decide.
– El tío…. – pausa - …. Wences…. – pausa otra vez - tiene … - pausa de nuevo - cáncer terminal – contesta tímidamente.
Ahora la que se queda muda soy yo. Eso me pasa por preguntar mas allá de lo que me compete. Tomo aire y suspiro.
– Mmmmm…- murmullo mientras intento ganar tiempo para pensar algo. – Lo siento.
A tres días de la boda todas las emociones se complican. La celebración ya no será lo mismo. Son los antojos del destino. Ver el vaso medio lleno es muy difícil en estos momentos. Es el consuelo de los tontos lo único que queda. Difícil me lo está poniendo esta novia. No sé si sería buena idea invitarla a tomar algo por ahí y hacer locuras antes que cometa ella solita la antepenúltima. Decir “sí quiero” es bastante locura. Y especifico antepenúltima porque seguro que habrá otra más, cuando la apriete la maternidad. O quizá debería… No se me ocurre nada. Y ella ya lo habrá pensado todo.
- No puedo suspender la boda aunque no tengo ánimos para seguir adelante – dice de pronto.
Ni se te ocurra, pienso. Doscientos treinta y seis invitados con los planes hechos. Cancelar el catering, las flores, la música, es una locura. Y un dineral para no disfrutarlo.
- Te comprendo. La situación es muy difícil pero es tu día. Vuestro día. Comparte ese día especial con el tío Wences. Si quieres cambiamos el montaje de la presidencia y que os acompañe en vuestra mesa. Al carajo el protocolo. El bajo plato será el mismo para todas las mesas y la que iba a ser de diez pasará a nueve. Así queda este problemilla solucionado – yo aprovechando para pensar en lo mío. No tengo arreglo - Seguro que él también quiere verte sonriendo y feliz. Te ha dado la sorpresa de venir desde Boston. Dale tú la sorpresa de bailar con él, reír con él, disfrutar de él… - había empezado a coger carrerilla sentimental. O me paso o no llego.
- Sí, es cierto. Todo es tan … - las palabras la salían con dificultad.
- Venga, anímate y si necesitas cualquier cosa sabes que puedes llamarme – Lo dije con sinceridad.
- Gracias. Perdona. De verdad gracias – repetía.
- De nada – Oí como quedaba el teléfono como suspendido en el vacío antes de interrumpirse la llamada. Pobre chica. Pobre tío Wences. Ya le sentía como de mi familia. Menuda jugada de la vida.
Volví a organizar el pedido de material y las instrucciones de montaje. Lo hice sin pensar en quejarme. No tenía ningún derecho.
Ya ni recuerdo la primera vez que me enamoré. O quizá sí. Debería concretar qué entiendo hoy por enamorarme. En mi etapa adolescente me gustó algún que otro chico y yo suspiraba diciendo que estaba enamorada. Muchas veces ni siquiera había cruzado una palabra con el sujeto en cuestión, pero yo me sentía morir de amor. En mi etapa universitaria me enamoré. Pero esta vez de verdad. Crucé palabras con el sujeto y llegué a acostarme con él. El amor nos duró unos años. Hasta que él me dejó por otra. Lloré. Aquel día me dolió. El tiempo hizo que se me pasase y me volviera a enamorar. Una y otra, y otra vez. Amores fugaces con sexo salvaje. Y es que cuanto menos tiempo ha durado la relación, más apasionados han sido los momentos sexuales. Esto no significa que me acueste en la primera cita o que tenga relaciones de un solo día. Pero mi satisfacción sexual es inversamente proporcional al grado de compromiso adquirido. A las pruebas me remito. Enumeraré tres ejemplos. Mi relación con Gus duró menos de dos meses. Muchos polvos mágicos y una gran decepción. Con Dai fueron nueve meses intensos. Fijamos fecha de comienzo y fin de la relación. Y la cumplimos. Quizá por eso fue perfecta en todos los sentidos. Rodri fue muy complicado. Sexualmente lo daba todo. Sentimentalmente todo lo contrario. Machista y manipulador. Tres meses fueron suficientes. No me apetece recordar más, pero se que hubieron algunos otros. Volvamos al presente.
Suena mi teléfono. Cruzo los dedos. Espero que no sea nadie de la familia del tío Wences. No tengo suerte. Es la novia de nuevo. Olvidó comentarme que el tío Wences se ha hecho vegetariano por lo que hay que cambiarle el menú. Acepto el cambio. Significa que el tío Wences respeta a los animales y eso me gusta. Pienso rápido un plato alternativo al Solomillo. Pastel de verduras ó milhojas de alcachofas con salsa de limón. La novia duda. No puede tomar una decisión. Demasiados cambios en estos últimos días. Se mantiene en silencio al otro lado del teléfono. Espero paciente. La doy tiempo. De pronto empieza a llorar. No me lo espero. Sigo callada, quizá ese llanto no es de mi incumbencia. Carraspeo para recordarla que sigo al otro lado de la línea. Se aclara la voz y me pide perdón.
– Nada – digo. No sé qué puedo añadir. Menuda profesional.- ¿Todo bien? – pregunto, sabiendo que la respuesta es no. Obviamente algo no va bien. Vuelven a coger carrerilla sus lágrimas. La cuestión no es si pastel ó milhojas, así que no haré ningún chiste fácil.
- ¿Puedo ayudarte en algo? – digo pausada, despacio. No soy su amiga, y quizá por eso tengo más posibilidades que se sincere conmigo. Nos hemos visto media docena de veces. Las suficientes para organizarlo todo. El resto de dudas y preguntas las hemos resuelto vía mail ó teléfono. No sabe qué responderme. Lo noto. Y no insisto. Espero de nuevo. Tengo práctica en ello. No me extraña que llore, pienso. Va a casarse. Y peor aún, tiene un tío llamado Wences que es la guinda del pastel. De un pastel de verduras. La elección del plato vegetariano ya la he tomado yo. Al final se decide.
– El tío…. – pausa - …. Wences…. – pausa otra vez - tiene … - pausa de nuevo - cáncer terminal – contesta tímidamente.
Ahora la que se queda muda soy yo. Eso me pasa por preguntar mas allá de lo que me compete. Tomo aire y suspiro.
– Mmmmm…- murmullo mientras intento ganar tiempo para pensar algo. – Lo siento.
A tres días de la boda todas las emociones se complican. La celebración ya no será lo mismo. Son los antojos del destino. Ver el vaso medio lleno es muy difícil en estos momentos. Es el consuelo de los tontos lo único que queda. Difícil me lo está poniendo esta novia. No sé si sería buena idea invitarla a tomar algo por ahí y hacer locuras antes que cometa ella solita la antepenúltima. Decir “sí quiero” es bastante locura. Y especifico antepenúltima porque seguro que habrá otra más, cuando la apriete la maternidad. O quizá debería… No se me ocurre nada. Y ella ya lo habrá pensado todo.
- No puedo suspender la boda aunque no tengo ánimos para seguir adelante – dice de pronto.
Ni se te ocurra, pienso. Doscientos treinta y seis invitados con los planes hechos. Cancelar el catering, las flores, la música, es una locura. Y un dineral para no disfrutarlo.
- Te comprendo. La situación es muy difícil pero es tu día. Vuestro día. Comparte ese día especial con el tío Wences. Si quieres cambiamos el montaje de la presidencia y que os acompañe en vuestra mesa. Al carajo el protocolo. El bajo plato será el mismo para todas las mesas y la que iba a ser de diez pasará a nueve. Así queda este problemilla solucionado – yo aprovechando para pensar en lo mío. No tengo arreglo - Seguro que él también quiere verte sonriendo y feliz. Te ha dado la sorpresa de venir desde Boston. Dale tú la sorpresa de bailar con él, reír con él, disfrutar de él… - había empezado a coger carrerilla sentimental. O me paso o no llego.
- Sí, es cierto. Todo es tan … - las palabras la salían con dificultad.
- Venga, anímate y si necesitas cualquier cosa sabes que puedes llamarme – Lo dije con sinceridad.
- Gracias. Perdona. De verdad gracias – repetía.
- De nada – Oí como quedaba el teléfono como suspendido en el vacío antes de interrumpirse la llamada. Pobre chica. Pobre tío Wences. Ya le sentía como de mi familia. Menuda jugada de la vida.
Volví a organizar el pedido de material y las instrucciones de montaje. Lo hice sin pensar en quejarme. No tenía ningún derecho.
martes, 25 de febrero de 2014
Viceversa ( 1 )
Soy mentirosa compulsiva y odio los compromisos. Siempre pensé que era por predisposición genética pero, he analizado a mi familia directa, mis tres hermanas, y el resultado es una a dos (de las tres, una también miente), más yo. Empate a dos. Lo que significa que algo habrá. El resto es cosecha propia. No sé por qué lo hago pero miento. Indiscutiblemente miento. Habitualmente miento. Casualmente miento. Parece que lo hago sin pensar. No es ni malo ni bueno. O al menos así me lo parece a mí. Transformo la verdad porque me apetece que ésta sea de otra manera. Y eso dicen que es mentir. Pero la verdad es la mía, la que yo tomo como tal. A nadie más que a mí le importa cómo pincele mis verdades o cómo rotule mis mentiras. Y punto. Si me llamas y no contesto es que estaré ocupada. A ti te da lo mismo en qué. No soy de compromisos, ni de explicaciones. Y lo mismo te tiene que dar si te digo o no la verdad. Qué manía con juzgarme. Mientras no nos hagamos daño da igual que tú seas verdad y yo mentira, ó viceversa.
Sigo delante del ordenador cuadrando el nombre de los doscientos treinta y seis invitados de la próxima boda. Les pedí a los novios que me enviasen el listado en Word y en no más de dos hojas. He recibido un documento de Excell de quince foleos. ¿Tan difícil es entenderme ó es tan fácil ignorarme? Estoy absolutamente convencida que hacerlo de esta manera les ha llevado más tiempo y trabajo que si hubieran escuchado mis consejos. Muchas veces creo que cuando comento a la pareja de novios cómo organizar su boda, cómo distribuir a los invitados por mesa, cómo deben seguir el protocolo,… ellos piensan que si hacen justo lo contrario, su boda será más original. Darán ese toque personal que a nadie antes se le ha ocurrido, salvo a ellos. Y claro, el resultado puede ser lamentable y yo la responsable. ¿Si soy yo la que ha organizado cientos de bodas, no sabré algo más que ellos, vírgenes en estos menesteres?- Me pregunto-. A lo sumo, en algún caso, alguno de los dos o los dos incluso, lo habrán vivido en alguna otra ocasión, en su primera vez, y puede que algún valiente vaya a por la tercera, pero la mayoría no tienen ni idea y mi trabajo es organizarles en ese día tan especial. ¿Por qué no me escucharán?
Las mesas del catering tienen un diámetro de un metro y casi cincuenta y cinco centímetros. Si el bajo plato es de treinta y dos centímetros, cómodamente caben ocho invitados por mesa, y un poco más estrechos nueve. La pareja que se casa este próximo sábado quiere sentar a diez personas en la misma mesa. Imposible. Dicen que el tío Wences tiene que sentarse con los nueve acompañantes que le han adjudicado. La novia me explica que es por un problema familiar que viene de hace tiempo. Yo la entiendo. Trato de buscar una solución. O cambiamos el tamaño de la mesa o el tamaño del bajo plato. Ninguna de las dos opciones la convence. La primera porque desequilibra visualmente el conjunto del montaje. Todas las mesas del mismo tamaño y una treinta centímetros de diámetro más grande no queda homogéneo. La segunda porque un bajo plato más pequeño queda menos elegante a sus ojos. A los míos, el tío Wences, por mucho de Boston que venga, me está dejando sin recursos. Ha tenido más de un año para confirmar su asistencia y lo hace tres días antes de la boda, cuando todos los invitados están ubicados. Era una sorpresa. No se si reírme o sorprenderle al tío Wences con un no - sitio en la mesa. Paciencia. Más paciencia.
Me interrumpe Flecha. Ha perdido su pelota. Mejor, la ha empujado debajo del sofá y no llega a cogerla. Viene hasta mi silla y se sienta a mi lado. Me mira con cara de buena mientras emite un gemido tímido. No tengo tiempo de levantarme a buscar pelotas. Sigo centrada en lo mío. Sigue mirándome y esta vez levanta la patita y me roza con ella.
– Ahora no Flechita – la digo. Me quedan unas cuantas decenas de nombres. Vuelve a insistirme. No puedo ignorarla. Esa mirada con la cabeza ladeada y la patita en el aire, me supera. Voy a buscar la extraviada pelota.
Vuelvo a mi mesa de trabajo, a los invitados de la novia y sus problemas familiares. Como si no tuviera bastante con los míos. Que los tengo. Han pasado dos semanas y no he llamado a mi hermana. Somos cuatro. Dos de ellas viven en Segovia y las otras dos, dentro de éstas una soy yo, en Madrid. No me hablo con la hermana que vive a unas cuantas manzanas de mi apartamento. Tuvimos una discusión tonta y la tontería fue a más. Ahora con el paso del tiempo y el silencio de por medio, se hace más difícil de arreglar. Ya no somos niñas aunque nos estemos comportando como tal. Es curioso. Siempre ella fue mi hermana favorita. Yo era el original y ella mi fotocopia, decía mi madre. Es la pequeña de las cuatro. Nos llevamos once años, lo que significa que muchas veces he hecho el papel de mi madre. La he llevado al colegio, la he recogido, la he dado de comer, merendar y cenar, y venía de paseo con mi grupo de amigos. Es más, por la noche, cuando se despertaba sobresaltada en sueños, gritaba mi nombre buscando cobijo. Y hoy no nos hablamos. Curiosa es la vida. Me acusa de no haberla defendido en una discusión con una tercera persona. No, no lo hice porque ella no tenía razón. No siempre puedo hacer lo que ella quiere. No siempre debo. Tiene veintitantos años y para mi gusto, a veces, la falta humildad. La vida la ha sonreído lo suficiente para tener un trabajo estable, un apartamento a medias con el banco y un novio. Pero la queda por aprender que la vida no se reduce a su casa (donde vive), su manzana (donde compra), su trabajo (donde gana dinero) y su novio (con quien folla). Existe un mundo lleno de colores, puntos de vista diferentes, personas de otras culturas y razas, países que hablan otras lenguas… y chicos/amantes con otras habilidades sexuales. No es que sepa como se lo monta su novio. Ni me importa. Pero yo soy más de experimentar y la experiencia me dice que no me equivoco. Aun así, me queda mucho por vivir y aprender. Ella ha elegido ser más tradicional. Con uno la basta. Para mí, insuficiente.
Cambiaremos el bajo plato de la mesa del tío Wences. Es la última palabra de la novia. En lugar de treinta y dos centímetros será de veintiocho. Posiblemente nadie note la diferencia.
Reorganizo el pedido de material y las instrucciones de montaje. Confirmo los camareros y su horario de trabajo. Con un poco de suerte no habrá más cambios.
Me apetece un café. Un té con leche que es más saludable. Tengo que disminuir mi adicción a la cafeína. Ya puestos, tengo que disminuir alguna que otra de mis adicciones. No hablo de drogas.
Sigo delante del ordenador cuadrando el nombre de los doscientos treinta y seis invitados de la próxima boda. Les pedí a los novios que me enviasen el listado en Word y en no más de dos hojas. He recibido un documento de Excell de quince foleos. ¿Tan difícil es entenderme ó es tan fácil ignorarme? Estoy absolutamente convencida que hacerlo de esta manera les ha llevado más tiempo y trabajo que si hubieran escuchado mis consejos. Muchas veces creo que cuando comento a la pareja de novios cómo organizar su boda, cómo distribuir a los invitados por mesa, cómo deben seguir el protocolo,… ellos piensan que si hacen justo lo contrario, su boda será más original. Darán ese toque personal que a nadie antes se le ha ocurrido, salvo a ellos. Y claro, el resultado puede ser lamentable y yo la responsable. ¿Si soy yo la que ha organizado cientos de bodas, no sabré algo más que ellos, vírgenes en estos menesteres?- Me pregunto-. A lo sumo, en algún caso, alguno de los dos o los dos incluso, lo habrán vivido en alguna otra ocasión, en su primera vez, y puede que algún valiente vaya a por la tercera, pero la mayoría no tienen ni idea y mi trabajo es organizarles en ese día tan especial. ¿Por qué no me escucharán?
Las mesas del catering tienen un diámetro de un metro y casi cincuenta y cinco centímetros. Si el bajo plato es de treinta y dos centímetros, cómodamente caben ocho invitados por mesa, y un poco más estrechos nueve. La pareja que se casa este próximo sábado quiere sentar a diez personas en la misma mesa. Imposible. Dicen que el tío Wences tiene que sentarse con los nueve acompañantes que le han adjudicado. La novia me explica que es por un problema familiar que viene de hace tiempo. Yo la entiendo. Trato de buscar una solución. O cambiamos el tamaño de la mesa o el tamaño del bajo plato. Ninguna de las dos opciones la convence. La primera porque desequilibra visualmente el conjunto del montaje. Todas las mesas del mismo tamaño y una treinta centímetros de diámetro más grande no queda homogéneo. La segunda porque un bajo plato más pequeño queda menos elegante a sus ojos. A los míos, el tío Wences, por mucho de Boston que venga, me está dejando sin recursos. Ha tenido más de un año para confirmar su asistencia y lo hace tres días antes de la boda, cuando todos los invitados están ubicados. Era una sorpresa. No se si reírme o sorprenderle al tío Wences con un no - sitio en la mesa. Paciencia. Más paciencia.
Me interrumpe Flecha. Ha perdido su pelota. Mejor, la ha empujado debajo del sofá y no llega a cogerla. Viene hasta mi silla y se sienta a mi lado. Me mira con cara de buena mientras emite un gemido tímido. No tengo tiempo de levantarme a buscar pelotas. Sigo centrada en lo mío. Sigue mirándome y esta vez levanta la patita y me roza con ella.
– Ahora no Flechita – la digo. Me quedan unas cuantas decenas de nombres. Vuelve a insistirme. No puedo ignorarla. Esa mirada con la cabeza ladeada y la patita en el aire, me supera. Voy a buscar la extraviada pelota.
Vuelvo a mi mesa de trabajo, a los invitados de la novia y sus problemas familiares. Como si no tuviera bastante con los míos. Que los tengo. Han pasado dos semanas y no he llamado a mi hermana. Somos cuatro. Dos de ellas viven en Segovia y las otras dos, dentro de éstas una soy yo, en Madrid. No me hablo con la hermana que vive a unas cuantas manzanas de mi apartamento. Tuvimos una discusión tonta y la tontería fue a más. Ahora con el paso del tiempo y el silencio de por medio, se hace más difícil de arreglar. Ya no somos niñas aunque nos estemos comportando como tal. Es curioso. Siempre ella fue mi hermana favorita. Yo era el original y ella mi fotocopia, decía mi madre. Es la pequeña de las cuatro. Nos llevamos once años, lo que significa que muchas veces he hecho el papel de mi madre. La he llevado al colegio, la he recogido, la he dado de comer, merendar y cenar, y venía de paseo con mi grupo de amigos. Es más, por la noche, cuando se despertaba sobresaltada en sueños, gritaba mi nombre buscando cobijo. Y hoy no nos hablamos. Curiosa es la vida. Me acusa de no haberla defendido en una discusión con una tercera persona. No, no lo hice porque ella no tenía razón. No siempre puedo hacer lo que ella quiere. No siempre debo. Tiene veintitantos años y para mi gusto, a veces, la falta humildad. La vida la ha sonreído lo suficiente para tener un trabajo estable, un apartamento a medias con el banco y un novio. Pero la queda por aprender que la vida no se reduce a su casa (donde vive), su manzana (donde compra), su trabajo (donde gana dinero) y su novio (con quien folla). Existe un mundo lleno de colores, puntos de vista diferentes, personas de otras culturas y razas, países que hablan otras lenguas… y chicos/amantes con otras habilidades sexuales. No es que sepa como se lo monta su novio. Ni me importa. Pero yo soy más de experimentar y la experiencia me dice que no me equivoco. Aun así, me queda mucho por vivir y aprender. Ella ha elegido ser más tradicional. Con uno la basta. Para mí, insuficiente.
Cambiaremos el bajo plato de la mesa del tío Wences. Es la última palabra de la novia. En lugar de treinta y dos centímetros será de veintiocho. Posiblemente nadie note la diferencia.
Reorganizo el pedido de material y las instrucciones de montaje. Confirmo los camareros y su horario de trabajo. Con un poco de suerte no habrá más cambios.
Me apetece un café. Un té con leche que es más saludable. Tengo que disminuir mi adicción a la cafeína. Ya puestos, tengo que disminuir alguna que otra de mis adicciones. No hablo de drogas.
lunes, 24 de febrero de 2014
Más o menos ( 3 )
Flecha, Petra y Fosca se han hecho muy buenas amigas. Comparten juegos, ladridos y carreras. Y Mateo sigue, como una sombra, a Flecha. No desiste en su intento de enamorarla. Biko hace alguna de sus escapadas. Desaparece del grupo y unos quince minutos después aparece de nuevo. Al principio estas ausencias me intranquilizaban. Hoy se que si no nos movemos del sitio, volverá. Lo descubrimos una tarde cuando aun no habíamos conocido al grupo y estábamos sentados en un banco. “A” y yo charlábamos, con Flechita jugando cerca. Biko se fue de excursión. Por aquel entonces le gustaba ir a echar carreras con los gatos. O mejor, él corría tras ellos y éstos se mofaban desde los árboles. Pasado un buen rato vimos a Biko que volvía corriendo. Detrás de él, y a la carrera, venían tres agentes del parque. Cuando llegaron donde nos encontrábamos y consiguieron recuperarse y articular palabra, nos preguntaron si el perro negro era nuestro. Pretendían multarnos porque decían estaba perdido y molestando a otros paseantes.
- ¿Si Biko estaba perdido cómo era posible que volviese directamente donde nos encontrábamos?- preguntamos. También descubrimos aquel día que las autoridades (agentes medioambientales en ese caso) mienten y eso hace, a mis ojos, que pierdan autoridad. Decir que Biko estaba molestando cuando se aleja de los desconocidos y rechaza sus caricias y mimos es mentir tratando de justificar su incompetencia. Como una madre saca los dientes en defensa de sus hijos, yo hice y haré lo mismo por los míos. No soy racional cuando se trata de prejuicios establecidos. Ni todos los perros muerden, ni todas las rubias somos tontas. Y no trates de convencerme de lo contrario con una ordenanza municipal en la mano.
- Si se le antoja ponerme una multa hágalo, pero no agote mi paciencia en mi tarde de paseo. Vengo a relajarme.- dije. Aquel día finalmente no nos multaron. No tenían argumentos sólidos ni probables. Hubiera recurrido hasta el final. Las injusticias me pueden. Las injusticias contra animales, más.
Se acercan Irene y Miguel con Boss. Hace días que no los veíamos. Por sus quehaceres sociales. Es lo que tiene ser una artista ella, y un pediatra bien relacionado él. Desde que conocemos a Miguel yo abuso de su sapiencia médica y siempre que tengo una urgencia en ese aspecto le llamo a él. Sé que no tengo edad para su especialidad pero, repito, no aparento los que tengo.
Irene, además de artista, es muy buena cocinera. Nos lo demostró el día de la cena en su casa. En el parque habíamos organizado algún que otro pic-nic improvisado. No tiene sentido organizar algo improvisado así que lo explicaré de otra manera. Hablamos de llevar algo al día siguiente, de ahí lo de “organizado”. Algo de comer, se entiende. Patatas de bolsa, queso, pan, un par de botellas de vino…etc. Nada sofisticado pero suficiente para entretener al estómago charlando. Cada uno llevaría lo que quisiera, de ahí mi consideración de “improvisado”. Mientras todos abusamos de la compra fácil de productos embasados, Irene se presentó con unos mini sándwich que había preparado con crema de queso, cebollita picada y atún, y una tortilla de patata, manzana y calabacín, que no la había llevado más de quince minutos, dijo. No podríamos igualar aquello, pensamos, mientras abríamos, ya menos orgullosos de nuestra elección, las bolsas de patatas fritas por muy artesanales que indicase el fabricante que eran.
Ese pic–nic fue de pie, en el parque, bebiendo el vino en vasos de plástico, comiendo la tortilla con las manos y cuidando que no fuesen más rápidos los perros a la hora de pillar bocado. Acordamos que nos merecíamos algo más chic y menos estresante. Aunque parezca mentira, es bastante complicado sujetar con una mano un vaso, con la otra el plato de la tortilla, la bolsa con el pan, las servilletas, despistar a los pequeños y llevarse algo a la boca. Y todo ello con la posibilidad de ser multados por “botellón en el parque”, y todos con más de treinta y tantos. Hicimos un repaso mental de dónde podríamos quedar. Algunos de nosotros comunicamos la falta de espacio en nuestros apartamentos. Al fin y al cabo íbamos a ser no menos de diez ó doce. Claro overbooking para cuarenta, sesenta ó setenta metros cuadrados. La casa de Irene y Miguel se describió como lo suficientemente amplia para que cupiésemos todos. Acordamos día y hora. No haría falta llevar nada, y nada llevamos más que nuestra presencia y saber estar.
La recepción de invitados la hicieron Pedrito y Boss. Aquel, había ayudado además en la distribución de bebidas y vasos de distintos tamaños en una de las mesas del salón, y en la otra había colocado platos de canapés, a modo de buffet. Fuimos llegando poco a poco. Yo quedé con “A” primero. Desde su piso bajamos andando. La distancia era corta. Unas cuantas calles en el mismo barrio. Ya habían llegado Vivina y Alfredo. Poco después Silvia, y a continuación CV. Empezamos bebiendo algo y haciendo tiempo para que llegase Antonio. Antoñito es el más pijo del grupo. Y el más joven. Treinta y dos años. Es arquitecto de profesión y soltero. Su perro se llama Baco (macho y golden de color blanco para más señas) y le conocimos sudado y agigolado, después de su media hora de footing por el parque en pantalón corto. Tiene muy buen cuerpo, imaginamos, donde destaca lo que llamamos “tableta de chocolate” ó lo que es lo mismo, unos abdominales perfectamente marcados. Objetivo ideal para ese revolcón del que en alguna ocasión habíamos hablado Silvia y yo. Finalmente el timbre sonó. Era Antonio. Nos quedamos impresionados al verle con un pantalón que le marcaba a la perfección su atributo masculino y unas zapatillas de cuadros muy llamativas. Los más atónitos, CV y “A”, quienes chismorrearon del tema después de observarle detenidamente unos minutos. Lo que hace la envidia.
Las delicias de Irene no se hicieron esperar. Todo estuvo exquisito. Esa noche nos reímos mucho. Pedrito se encargó de la música. No es que se le pudiera denominar DJ pero al menos pudimos bailar. A media noche se presentó el becario. Silvia normalmente es callada. Sólo se explaya cuando ha cogido mucha confianza o ha tomado algunas copas. Aquella noche nos dejó hablar y bailar. Se mantuvo en un discreto segundo plano, sólo participando en la conversación cuando se la preguntaba directamente. Asentía y sonreía dependiendo del tema de charla, hasta que la hizo efecto el cuarto ron con coca cola. Ahí empezó su momento. Se levantó de donde estaba sentada y en la parte del salón que tomamos como pista de baile improvisada, empezó a mover tímidamente las caderas. La canción que sonaba era la de Coti, “Nada de esto fue un error”. Me pareció muy acertada en ese momento. En ningún caso fue un error conocernos. Claramente habíamos congeniado. Personas dispares en su origen, trabajo, gustos, planteamientos de vida, y formas de ser y pensar, estábamos empezando a ser amigos. Y no fue por casualidad. Casi a punto que el reloj marcase las siete de la mañana decidimos poner fin a la fiesta. Empezamos con los besos de despedida para terminar cada uno tomando una dirección en nuestra salida. Silvia lo tuvo claro. Quería a toda costa que el cuerpo más apetecible del grupo la acompañase. Aquella cuarta copa la había hecho tomar velocidad. Estaba animada y su objetivo era él. CV se ofreció a llevarla. No tuvo éxito. Ella sabía el tipo de revolcón que deseaba su cuerpo. No fue un error intentarlo aunque finalmente no se salió con la suya. Antonio resultó ser más de compromiso primero. Los errores no se eligen para bien o para mal. Hubiera salido ganando si hubiese elegido a CV. Quizá con menos cuerpo pero seguramente con más ganas de sexo. Lo malo de una propuesta de ese tipo, bajo los efectos del deseo y del alcohol es que hay un mañana. Un día siguiente con resaca, testigos y un leve recuerdo.
Acordamos tácitamente no ponerla demasiado en evidencia. Sólo la sacamos, durante unas cuantas tardes, los colores. Superó la vergüenza del después pasando desapercibida en nuestras reuniones en el parque, hasta que la escena quedó casi en el olvido.
Son las diez de la noche. Ponemos las correas a los perros y salimos del parque. Nos despedimos. Mañana volveremos a vernos. Más ó menos a la misma hora.
- ¿Si Biko estaba perdido cómo era posible que volviese directamente donde nos encontrábamos?- preguntamos. También descubrimos aquel día que las autoridades (agentes medioambientales en ese caso) mienten y eso hace, a mis ojos, que pierdan autoridad. Decir que Biko estaba molestando cuando se aleja de los desconocidos y rechaza sus caricias y mimos es mentir tratando de justificar su incompetencia. Como una madre saca los dientes en defensa de sus hijos, yo hice y haré lo mismo por los míos. No soy racional cuando se trata de prejuicios establecidos. Ni todos los perros muerden, ni todas las rubias somos tontas. Y no trates de convencerme de lo contrario con una ordenanza municipal en la mano.
- Si se le antoja ponerme una multa hágalo, pero no agote mi paciencia en mi tarde de paseo. Vengo a relajarme.- dije. Aquel día finalmente no nos multaron. No tenían argumentos sólidos ni probables. Hubiera recurrido hasta el final. Las injusticias me pueden. Las injusticias contra animales, más.
Se acercan Irene y Miguel con Boss. Hace días que no los veíamos. Por sus quehaceres sociales. Es lo que tiene ser una artista ella, y un pediatra bien relacionado él. Desde que conocemos a Miguel yo abuso de su sapiencia médica y siempre que tengo una urgencia en ese aspecto le llamo a él. Sé que no tengo edad para su especialidad pero, repito, no aparento los que tengo.
Irene, además de artista, es muy buena cocinera. Nos lo demostró el día de la cena en su casa. En el parque habíamos organizado algún que otro pic-nic improvisado. No tiene sentido organizar algo improvisado así que lo explicaré de otra manera. Hablamos de llevar algo al día siguiente, de ahí lo de “organizado”. Algo de comer, se entiende. Patatas de bolsa, queso, pan, un par de botellas de vino…etc. Nada sofisticado pero suficiente para entretener al estómago charlando. Cada uno llevaría lo que quisiera, de ahí mi consideración de “improvisado”. Mientras todos abusamos de la compra fácil de productos embasados, Irene se presentó con unos mini sándwich que había preparado con crema de queso, cebollita picada y atún, y una tortilla de patata, manzana y calabacín, que no la había llevado más de quince minutos, dijo. No podríamos igualar aquello, pensamos, mientras abríamos, ya menos orgullosos de nuestra elección, las bolsas de patatas fritas por muy artesanales que indicase el fabricante que eran.
Ese pic–nic fue de pie, en el parque, bebiendo el vino en vasos de plástico, comiendo la tortilla con las manos y cuidando que no fuesen más rápidos los perros a la hora de pillar bocado. Acordamos que nos merecíamos algo más chic y menos estresante. Aunque parezca mentira, es bastante complicado sujetar con una mano un vaso, con la otra el plato de la tortilla, la bolsa con el pan, las servilletas, despistar a los pequeños y llevarse algo a la boca. Y todo ello con la posibilidad de ser multados por “botellón en el parque”, y todos con más de treinta y tantos. Hicimos un repaso mental de dónde podríamos quedar. Algunos de nosotros comunicamos la falta de espacio en nuestros apartamentos. Al fin y al cabo íbamos a ser no menos de diez ó doce. Claro overbooking para cuarenta, sesenta ó setenta metros cuadrados. La casa de Irene y Miguel se describió como lo suficientemente amplia para que cupiésemos todos. Acordamos día y hora. No haría falta llevar nada, y nada llevamos más que nuestra presencia y saber estar.
La recepción de invitados la hicieron Pedrito y Boss. Aquel, había ayudado además en la distribución de bebidas y vasos de distintos tamaños en una de las mesas del salón, y en la otra había colocado platos de canapés, a modo de buffet. Fuimos llegando poco a poco. Yo quedé con “A” primero. Desde su piso bajamos andando. La distancia era corta. Unas cuantas calles en el mismo barrio. Ya habían llegado Vivina y Alfredo. Poco después Silvia, y a continuación CV. Empezamos bebiendo algo y haciendo tiempo para que llegase Antonio. Antoñito es el más pijo del grupo. Y el más joven. Treinta y dos años. Es arquitecto de profesión y soltero. Su perro se llama Baco (macho y golden de color blanco para más señas) y le conocimos sudado y agigolado, después de su media hora de footing por el parque en pantalón corto. Tiene muy buen cuerpo, imaginamos, donde destaca lo que llamamos “tableta de chocolate” ó lo que es lo mismo, unos abdominales perfectamente marcados. Objetivo ideal para ese revolcón del que en alguna ocasión habíamos hablado Silvia y yo. Finalmente el timbre sonó. Era Antonio. Nos quedamos impresionados al verle con un pantalón que le marcaba a la perfección su atributo masculino y unas zapatillas de cuadros muy llamativas. Los más atónitos, CV y “A”, quienes chismorrearon del tema después de observarle detenidamente unos minutos. Lo que hace la envidia.
Las delicias de Irene no se hicieron esperar. Todo estuvo exquisito. Esa noche nos reímos mucho. Pedrito se encargó de la música. No es que se le pudiera denominar DJ pero al menos pudimos bailar. A media noche se presentó el becario. Silvia normalmente es callada. Sólo se explaya cuando ha cogido mucha confianza o ha tomado algunas copas. Aquella noche nos dejó hablar y bailar. Se mantuvo en un discreto segundo plano, sólo participando en la conversación cuando se la preguntaba directamente. Asentía y sonreía dependiendo del tema de charla, hasta que la hizo efecto el cuarto ron con coca cola. Ahí empezó su momento. Se levantó de donde estaba sentada y en la parte del salón que tomamos como pista de baile improvisada, empezó a mover tímidamente las caderas. La canción que sonaba era la de Coti, “Nada de esto fue un error”. Me pareció muy acertada en ese momento. En ningún caso fue un error conocernos. Claramente habíamos congeniado. Personas dispares en su origen, trabajo, gustos, planteamientos de vida, y formas de ser y pensar, estábamos empezando a ser amigos. Y no fue por casualidad. Casi a punto que el reloj marcase las siete de la mañana decidimos poner fin a la fiesta. Empezamos con los besos de despedida para terminar cada uno tomando una dirección en nuestra salida. Silvia lo tuvo claro. Quería a toda costa que el cuerpo más apetecible del grupo la acompañase. Aquella cuarta copa la había hecho tomar velocidad. Estaba animada y su objetivo era él. CV se ofreció a llevarla. No tuvo éxito. Ella sabía el tipo de revolcón que deseaba su cuerpo. No fue un error intentarlo aunque finalmente no se salió con la suya. Antonio resultó ser más de compromiso primero. Los errores no se eligen para bien o para mal. Hubiera salido ganando si hubiese elegido a CV. Quizá con menos cuerpo pero seguramente con más ganas de sexo. Lo malo de una propuesta de ese tipo, bajo los efectos del deseo y del alcohol es que hay un mañana. Un día siguiente con resaca, testigos y un leve recuerdo.
Acordamos tácitamente no ponerla demasiado en evidencia. Sólo la sacamos, durante unas cuantas tardes, los colores. Superó la vergüenza del después pasando desapercibida en nuestras reuniones en el parque, hasta que la escena quedó casi en el olvido.
Son las diez de la noche. Ponemos las correas a los perros y salimos del parque. Nos despedimos. Mañana volveremos a vernos. Más ó menos a la misma hora.
domingo, 23 de febrero de 2014
Más o menos ( 2 )
Witch y Mateo (machos, raza de aguas, color blanco y padre e hijo para más señas) corren veloces hacia nosotros. A Silvia le quedan aun unos metros para llegar. Mateo esta enamorado de Flecha y cada vez que entra en el parque pierde el control hasta que alcanza a olerla. Continuamente trata de montarla pese a que está esterilizada. Su insistencia en el empeño es agotadora. Puede estar horas. Obviamente sus intentos no consiguen más que algún gruñido de Flecha. Nos preguntamos de dónde le vendrá a Mateo esa obsesión sexual. Y miramos a Silvia. Ella niega tener nada que ver con esas costumbres de su perro. Hoy tiene mala cara y dolor de cabeza. Silvia padece migrañas. Éstas hacen que falte muchas tardes a nuestras reuniones en el parque. Fuma sin parar aun sabiendo que el tabaco no la hace nada bien. Logró dejarlo hace tiempo con acupuntura y parches de nicotina pero, volvió a cogerlo cuando su matrimonio empezó a ir mal. Finalmente se divorció. Ahora no tiene pareja. Como está de muy buen ver, intentamos que ella y CV compartan algo más que un cigarrillo. Pero no hay forma. Me ha confesado que prefiere los de treinta y tantos. Yo estoy con ella. Y si me apuras, y para lo que las dos pensamos (un buen revolcón, seamos sinceras), también nos valdría uno con los veintitantos bien puestos.
Silvia tiene alguno más de cuarenta, aunque no los aparenta. Ella dice treinta largos, por esa coquetería femenina que la caracteriza. Es de mediana estatura y cuerpo delgado. El estilo en su forma de vestir y combinar complementos es muy suyo. Sigue las tendencias de la moda con su toque personal. Su vestuario debe ser infinito ya que raramente repite modelo. Desde hace unos meses viene al parque más arreglada. Pone colorete en sus mejillas y brillo en sus labios. Son demasiadas tardes compartidas durante este último año como para que se nos pasen desapercibidos ciertos detalles. Cualquier cambio o movimiento, por sutil que se haga, es analizado minuciosamente por el grupo. Nos vamos conociendo, y es esa complicidad de desconocidos la que ha hecho que todos seamos especiales. Nunca seremos como esos amigos de la infancia, ni como los que compartieron vivencias universitarias, pero somos la panda con perros del parque. Todos tenemos los números de teléfono de los otros y los correos electrónicos. Cada cierto tiempo organizamos una cena, y depende del día de la semana elegido y si al día siguiente tenemos o no que trabajar, puede prolongarse la velada hasta las siete u ocho de la mañana.
La primera bronca se la llevó el becario cuando en una de nuestras primeras cenas se retiró a las cinco de la mañana. No entendimos esa necesidad de irse a dormir tan temprano. El becario se llama Javier. Desde el primer día que nos le presentaron le calló el apodo de becario por no tener perro. Para ser miembro de la perripanda éste es requisito necesario. Nos hemos conocido y hemos coincidido por bajar a pasear al parque con nuestros perros. Con él hemos hecho una excepción. Nos ha caído bien a todos. Es arquitecto de profesión y pinta cuadros. Es experto en ganar concursos de pintura. Tuvimos la ocasión de ver una de sus obras en una exposición en su estudio. Eran tres lienzos repletos de piedras pintadas. La idea era plasmar la crisis económica que estamos viviendo según la visión personal de cada artista. Él parece que sólo vio piedras. Ninguno de nosotros entendió su idea. Pero el marco que había puesto al cuadro le quedaba muy bien, comentamos.
Javier es amigo de Irene, artista también. Comparten estudio de pintura con otros de su gremio. Irene es la mujer de Miguel. Los dos son padres de Pedrito y a su vez, de Boss (macho, color negro y gran danés para más señas). Pero vayamos por partes.
Fuimos invitados a esa exposición en la que los dos participaban, Irene y Javier. Aquella noche después de nuestro paseo por el parque, quedamos. A la hora acordada, más o menos, llegamos. Era una convocatoria abierta y allí nos encontramos con múltiples desconocidos que también habían sido invitados. Como nosotros no somos, en general, mucho de arte, nos centramos en saludar a nuestros amigos artistas. Irene estaba estupenda, muy elegante vestida y con peinado de peluquería. Javier hubiera preferido huir al vernos llegar en manada, sin embargo aguantó estoico acorralado entre los lienzos que portaban sus piedras. Se suponía que cada artista había interpretado la crisis y la plasmó en su obra. Se suponía que los asistentes sabríamos interpretar lo plasmado. Pero sólo se suponía. Yo no entendí demasiado. El resto de la panda tampoco, aunque pusiésemos cara de intérpretes. Nos invitaron a un vino y a algo de picoteo. Poco a poco el estudio se fue desalojando y tuvimos más espacio para seguir interpretando. Alfredo y “A” cuchicheaban frente a un collage colgado. Era una composición en tres dimensiones. Si fijabas la atención en el centro y con un poco de imaginación primitiva, aquello parecía tomar la forma de un clítoris entreabierto. Seguramente esa no era ni por asomo la idea del artista, pero ellos, orgullosos de su interpretación comentaban entre risas acortando distancias con la obra. Sus caras estaban a menos de veinte centímetros del collage. Sus lenguas a diez. Tanta atención estaban ellos prestando a aquella obra, que la autora quiso definir con palabras lo que no había conseguido, damos fe, con sus manos. Casi todos escuchamos atentos. Mientras la artista hablaba, Alfredo cogió un bol de patatas fritas. Masticaba y masticaba, seleccionando previamente, con una precisión exquisita, las mejores patatas, sin levantar la mirada. A él no le importaba la explicación. Ni la crisis, mientras tuviera patatas. Miguel, el marido de Irene, consideró que era el momento de disuadirnos antes que llegara la prensa y pudiéramos hundir la exposición. Propuso irnos a tomar algo. Del estudio nos despedimos. Aquella noche no nos recogimos muy tarde.
Todavía seguimos en el parque. Llegan dados de la mano Alfredo y Viviana. A unos pasos Fosca (hembra, raza indefinida y colores blanco y negro estilo dálmata, para más señas). Ellos son matrimonio. Hace unas semanas ha sido su octavo aniversario. Llevan ocho años de casados y once como pareja. Realmente parece que vivan en una luna de miel permanente. Alfredo es dos personas en una. Vestido de traje y corbata es un directivo importante de un banco, e imagino que en ese caso se comportará como tal. Vestido de vaquero y camiseta sin planchar es un catalán siempre con ganas de comer (todos nos hemos dado cuenta de ello) y humor desenfrenado. Cuando quedamos a cenar, elige el sitio estratégico para colocarse en la mesa. Entre dos del grupo que coman menos, así en el reparto tocará a más. Si en el plato queda la última pieza de algo (una croqueta, una viruta de jamón o una cuña de queso) coge el plato y nos ofrece uno a uno ese último bocado. Insiste con el deseo de que no lo aceptemos. En ese caso sus ojos se le iluminan y lo mete en su boca de buen grado. Es una delicia verle feliz con tan poco esfuerzo. Viviana, su mujer, a veces se sonroja con ello. Como ya nos conocemos, su vergüenza se ha desvanecido. Es como es y todos lo aceptamos como tal. Alfredo no está acostumbrado a beber y cuando lo hace, la chispa del alcohol le transforma aun más. Entonces se deja llevar y baila sardanas al compás de una canción nacional o enseña los calzoncillos en plena calle de madrugada. Físicamente es más atractiva Viviana. Ella tiene normalmente una expresión dulce. Parece delicada y frágil. Sólo lo parece pues en cuanto le sale el carácter cambia la expresión. Su mirada lo dice todo sin necesidad de palabras. Alfredo sin embargo no es ni guapo ni atractivo. No es alto, no tiene mucho pelo y no destaca por su agudeza visual. Pero ellos se quieren.
Silvia tiene alguno más de cuarenta, aunque no los aparenta. Ella dice treinta largos, por esa coquetería femenina que la caracteriza. Es de mediana estatura y cuerpo delgado. El estilo en su forma de vestir y combinar complementos es muy suyo. Sigue las tendencias de la moda con su toque personal. Su vestuario debe ser infinito ya que raramente repite modelo. Desde hace unos meses viene al parque más arreglada. Pone colorete en sus mejillas y brillo en sus labios. Son demasiadas tardes compartidas durante este último año como para que se nos pasen desapercibidos ciertos detalles. Cualquier cambio o movimiento, por sutil que se haga, es analizado minuciosamente por el grupo. Nos vamos conociendo, y es esa complicidad de desconocidos la que ha hecho que todos seamos especiales. Nunca seremos como esos amigos de la infancia, ni como los que compartieron vivencias universitarias, pero somos la panda con perros del parque. Todos tenemos los números de teléfono de los otros y los correos electrónicos. Cada cierto tiempo organizamos una cena, y depende del día de la semana elegido y si al día siguiente tenemos o no que trabajar, puede prolongarse la velada hasta las siete u ocho de la mañana.
La primera bronca se la llevó el becario cuando en una de nuestras primeras cenas se retiró a las cinco de la mañana. No entendimos esa necesidad de irse a dormir tan temprano. El becario se llama Javier. Desde el primer día que nos le presentaron le calló el apodo de becario por no tener perro. Para ser miembro de la perripanda éste es requisito necesario. Nos hemos conocido y hemos coincidido por bajar a pasear al parque con nuestros perros. Con él hemos hecho una excepción. Nos ha caído bien a todos. Es arquitecto de profesión y pinta cuadros. Es experto en ganar concursos de pintura. Tuvimos la ocasión de ver una de sus obras en una exposición en su estudio. Eran tres lienzos repletos de piedras pintadas. La idea era plasmar la crisis económica que estamos viviendo según la visión personal de cada artista. Él parece que sólo vio piedras. Ninguno de nosotros entendió su idea. Pero el marco que había puesto al cuadro le quedaba muy bien, comentamos.
Javier es amigo de Irene, artista también. Comparten estudio de pintura con otros de su gremio. Irene es la mujer de Miguel. Los dos son padres de Pedrito y a su vez, de Boss (macho, color negro y gran danés para más señas). Pero vayamos por partes.
Fuimos invitados a esa exposición en la que los dos participaban, Irene y Javier. Aquella noche después de nuestro paseo por el parque, quedamos. A la hora acordada, más o menos, llegamos. Era una convocatoria abierta y allí nos encontramos con múltiples desconocidos que también habían sido invitados. Como nosotros no somos, en general, mucho de arte, nos centramos en saludar a nuestros amigos artistas. Irene estaba estupenda, muy elegante vestida y con peinado de peluquería. Javier hubiera preferido huir al vernos llegar en manada, sin embargo aguantó estoico acorralado entre los lienzos que portaban sus piedras. Se suponía que cada artista había interpretado la crisis y la plasmó en su obra. Se suponía que los asistentes sabríamos interpretar lo plasmado. Pero sólo se suponía. Yo no entendí demasiado. El resto de la panda tampoco, aunque pusiésemos cara de intérpretes. Nos invitaron a un vino y a algo de picoteo. Poco a poco el estudio se fue desalojando y tuvimos más espacio para seguir interpretando. Alfredo y “A” cuchicheaban frente a un collage colgado. Era una composición en tres dimensiones. Si fijabas la atención en el centro y con un poco de imaginación primitiva, aquello parecía tomar la forma de un clítoris entreabierto. Seguramente esa no era ni por asomo la idea del artista, pero ellos, orgullosos de su interpretación comentaban entre risas acortando distancias con la obra. Sus caras estaban a menos de veinte centímetros del collage. Sus lenguas a diez. Tanta atención estaban ellos prestando a aquella obra, que la autora quiso definir con palabras lo que no había conseguido, damos fe, con sus manos. Casi todos escuchamos atentos. Mientras la artista hablaba, Alfredo cogió un bol de patatas fritas. Masticaba y masticaba, seleccionando previamente, con una precisión exquisita, las mejores patatas, sin levantar la mirada. A él no le importaba la explicación. Ni la crisis, mientras tuviera patatas. Miguel, el marido de Irene, consideró que era el momento de disuadirnos antes que llegara la prensa y pudiéramos hundir la exposición. Propuso irnos a tomar algo. Del estudio nos despedimos. Aquella noche no nos recogimos muy tarde.
Todavía seguimos en el parque. Llegan dados de la mano Alfredo y Viviana. A unos pasos Fosca (hembra, raza indefinida y colores blanco y negro estilo dálmata, para más señas). Ellos son matrimonio. Hace unas semanas ha sido su octavo aniversario. Llevan ocho años de casados y once como pareja. Realmente parece que vivan en una luna de miel permanente. Alfredo es dos personas en una. Vestido de traje y corbata es un directivo importante de un banco, e imagino que en ese caso se comportará como tal. Vestido de vaquero y camiseta sin planchar es un catalán siempre con ganas de comer (todos nos hemos dado cuenta de ello) y humor desenfrenado. Cuando quedamos a cenar, elige el sitio estratégico para colocarse en la mesa. Entre dos del grupo que coman menos, así en el reparto tocará a más. Si en el plato queda la última pieza de algo (una croqueta, una viruta de jamón o una cuña de queso) coge el plato y nos ofrece uno a uno ese último bocado. Insiste con el deseo de que no lo aceptemos. En ese caso sus ojos se le iluminan y lo mete en su boca de buen grado. Es una delicia verle feliz con tan poco esfuerzo. Viviana, su mujer, a veces se sonroja con ello. Como ya nos conocemos, su vergüenza se ha desvanecido. Es como es y todos lo aceptamos como tal. Alfredo no está acostumbrado a beber y cuando lo hace, la chispa del alcohol le transforma aun más. Entonces se deja llevar y baila sardanas al compás de una canción nacional o enseña los calzoncillos en plena calle de madrugada. Físicamente es más atractiva Viviana. Ella tiene normalmente una expresión dulce. Parece delicada y frágil. Sólo lo parece pues en cuanto le sale el carácter cambia la expresión. Su mirada lo dice todo sin necesidad de palabras. Alfredo sin embargo no es ni guapo ni atractivo. No es alto, no tiene mucho pelo y no destaca por su agudeza visual. Pero ellos se quieren.
viernes, 21 de febrero de 2014
Más ó menos ( 1 )
Son las ocho. Bajamos al parque, como cada tarde. Petra (hembra, de raza indefinida y pelo largo, blanco y marrón, para más señas) viene corriendo a saludarnos. Hoy lleva su pañuelo rosa al cuello. Petra tiene una colección de pañuelos, que CV, su dueño, se los combina según le da. No hay una razón lógica en su elección. O al menos no nos la sabe explicar. Dependerá de su estado de ánimo o su estado de consciencia, pensamos. CV ha cumplido ya los cuarenta. No está casado, o será mejor decir de él que está soltero. Mi interpretación de no estar casado es que pudiera en algún momento estarlo, y yo a él no le veo. Le pega más el papel del eterno soltero conquistador. Tiene una extensa agenda con distintas candidatas, que si bien, de entre ellas aún no ha elegido a ninguna como la mujer de su vida, son seleccionadas como la mujer de la noche del miércoles, del jueves, ó del día que toque de la semana. CV no es guapo. Ni siquiera atractivo. Tiene poco pelo y el que le queda pinta canas. Las bolsas de debajo de los ojos se le pronuncian más o menos dependiendo del nivel de alcohol y nocturnidad que lleve acumulado. Además tiene una tara particular. Cuando saliva en exceso se le hincha un ganglio del cuello. En ese caso, sólo le faltaría croar. Pero es resultón y muy divertido. Hace menos de dos años adoptó a Petra. Fue una mañana de primavera. Acompañaba a su amiga y amante Mónica (empezó siendo la mujer de los sábados, con el paso del tiempo conquistó los lunes, miércoles y varios jueves). Fueron juntos a uno de los centros de acogida de animales de Madrid. Ella era la que quería adoptar. Él no tenía intención. Una vez allí el plan cambió. Mónica adoptó a Nicolasa (hembra, de raza indefinida y tamaño pequeño para más señas) y CV a Petra.
Hoy Mónica no le acompaña. Hace tiempo que no la vemos. Desde que los meses van pasando y CV va compartiendo con nosotros detalles de su vida, se cuida mucho de invitarla a nuestras reuniones en el parque. Teme que podamos comentar alguna de las escenas que él nos haya narrado y en la que ella no haya participado. No somos tan traidores. Apretamos pero no ahogamos. CV es de las personas que tiene muchas vidas. Vidas paralelas, vidas compartidas, vidas escondidas….
Sospecho que Mónica ha empezado a conocer los no planes de futuro que proyecta CV a corto plazo y no encajan con los suyos. Ella quiere tener un bebé. Busca un padre para ese hijo y un marido fiel. Ellos llevan conociéndose algo más de dos años, y uno de más o menos relación. No todo el mundo entiende estas relaciones de más o menos. Yo soy de las que además de entenderlas, las reivindico. Para mí una relación es simplemente tener relación con. Es fácil. El grado de intensidad de la misma depende de lo que los dos demos en ese momento en el que nos encontramos juntos. No me pidas explicaciones del antes ni del después, no te las daré. Cuando estoy contigo, estoy. Ese es tu / nuestro momento. A lo largo de la vida estamos en distintas relaciones porque nos relacionamos constantemente. No trato de ser demagógica para llevarme el gato al agua y justificar mi no fidelidad, simplemente trato de no complicarme la vida con definiciones imposibles. CV es fiel a su estilo de vida. En su momento tuvo una relación con la que hoy llama ex, de más de diez años. Aún mantienen contacto, y algunas veces éste es más estrecho de lo que debería. Se quieren, pero sin sobrepasar el límite de volver a pasar por lo mismo. Una cosa es compartir la vida en palabras durante una cena, una copa y una noche de sexo en la cama, y otra, compartir la vida conviviendo día a día. Si una vez no funcionó, una segunda tampoco funcionaría.
Mónica quiere algo más que llamadas de buenos días, tardes de compras y noches de cenas y sexo tres veces por semana. CV no está preparado para compartir su distribuidor de calzoncillos, planchados y colocados por colores, con lencería de puntillas. Aún no es su momento.
Flecha y Petra se han hecho muy buenas amigas. Comparten juegos, ladridos y carreras. CV está ocupado hablando por teléfono. Se dedica a comprar, vender y distribuir aceite de alta gama para automóviles, y todo ello lo hace por teléfono. Tiene la oficina en casa. Sus portátiles y sus móviles es todo lo que necesita. Y una cabeza privilegiada, dice cuando nos describe las operaciones de su trabajo. También es un profesional a la hora de mentir. Un cliente le llamaba por vigésima vez reclamando la mercancía que debería haber llegado antes de ayer. No cuelan las huelgas de transporte que los informativos no informan. No cuela que el tráiler que la transportaba volcase, ni tampoco que hayan asaltado el almacén unos rumanos. La realidad es que CV ha vendido un producto que todavía él mismo no ha comprado. Pero saldrá de ésta, y lo hará con éxito. Lleva años en ese negocio y sabe desenvolverse como pez en el agua.
Hoy además tiene cena a las diez. Ha quedado con una amiga. No sabemos si será verdad o va de farol. Es imposible que tenga tanto éxito con esa falta de atractivo físico. La de esta noche se llama Amaya. Veremos si algún día llegamos a conocerla o todo queda en el aire.
Hoy Mónica no le acompaña. Hace tiempo que no la vemos. Desde que los meses van pasando y CV va compartiendo con nosotros detalles de su vida, se cuida mucho de invitarla a nuestras reuniones en el parque. Teme que podamos comentar alguna de las escenas que él nos haya narrado y en la que ella no haya participado. No somos tan traidores. Apretamos pero no ahogamos. CV es de las personas que tiene muchas vidas. Vidas paralelas, vidas compartidas, vidas escondidas….
Sospecho que Mónica ha empezado a conocer los no planes de futuro que proyecta CV a corto plazo y no encajan con los suyos. Ella quiere tener un bebé. Busca un padre para ese hijo y un marido fiel. Ellos llevan conociéndose algo más de dos años, y uno de más o menos relación. No todo el mundo entiende estas relaciones de más o menos. Yo soy de las que además de entenderlas, las reivindico. Para mí una relación es simplemente tener relación con. Es fácil. El grado de intensidad de la misma depende de lo que los dos demos en ese momento en el que nos encontramos juntos. No me pidas explicaciones del antes ni del después, no te las daré. Cuando estoy contigo, estoy. Ese es tu / nuestro momento. A lo largo de la vida estamos en distintas relaciones porque nos relacionamos constantemente. No trato de ser demagógica para llevarme el gato al agua y justificar mi no fidelidad, simplemente trato de no complicarme la vida con definiciones imposibles. CV es fiel a su estilo de vida. En su momento tuvo una relación con la que hoy llama ex, de más de diez años. Aún mantienen contacto, y algunas veces éste es más estrecho de lo que debería. Se quieren, pero sin sobrepasar el límite de volver a pasar por lo mismo. Una cosa es compartir la vida en palabras durante una cena, una copa y una noche de sexo en la cama, y otra, compartir la vida conviviendo día a día. Si una vez no funcionó, una segunda tampoco funcionaría.
Mónica quiere algo más que llamadas de buenos días, tardes de compras y noches de cenas y sexo tres veces por semana. CV no está preparado para compartir su distribuidor de calzoncillos, planchados y colocados por colores, con lencería de puntillas. Aún no es su momento.
Flecha y Petra se han hecho muy buenas amigas. Comparten juegos, ladridos y carreras. CV está ocupado hablando por teléfono. Se dedica a comprar, vender y distribuir aceite de alta gama para automóviles, y todo ello lo hace por teléfono. Tiene la oficina en casa. Sus portátiles y sus móviles es todo lo que necesita. Y una cabeza privilegiada, dice cuando nos describe las operaciones de su trabajo. También es un profesional a la hora de mentir. Un cliente le llamaba por vigésima vez reclamando la mercancía que debería haber llegado antes de ayer. No cuelan las huelgas de transporte que los informativos no informan. No cuela que el tráiler que la transportaba volcase, ni tampoco que hayan asaltado el almacén unos rumanos. La realidad es que CV ha vendido un producto que todavía él mismo no ha comprado. Pero saldrá de ésta, y lo hará con éxito. Lleva años en ese negocio y sabe desenvolverse como pez en el agua.
Hoy además tiene cena a las diez. Ha quedado con una amiga. No sabemos si será verdad o va de farol. Es imposible que tenga tanto éxito con esa falta de atractivo físico. La de esta noche se llama Amaya. Veremos si algún día llegamos a conocerla o todo queda en el aire.
jueves, 20 de febrero de 2014
Sin querer
Me pongo a trabajar un poco. Tengo varios presupuestos pendientes de enviar. Encargo los centros de flores de la boda de este sábado. Llevarán rosas de color naranja. Me encantan. El tarjetón con el menú irá impreso en papel naranja metálico, haciendo juego. Llaman los novios para puntualizar algún detalle. Hablan conmigo poniendo el manos libres del móvil. Es dulce escuchar cómo se consultan entre ellos antes de concretar. – Lo que tú digas cariño.- Como a ti más te guste cielo.- Y yo sin creer en el amor eterno. No soy de las que apueste por una relación para toda la vida. El amor y la pasión caducan. Es mi punto de vista. Valoración resultado de mi experiencia. No es que sea una aguafiestas, simplemente soy realista. Lo mejor de una relación son los tres primeros meses. Cinco a lo sumo si me pillas optimista. Es el periodo de promoción donde damos besos en condiciones. Por la novedad. Por la ilusión. Porque nos sentimos enamorados y nada del otro nos molesta. Pasado el periodo de prueba es cuando empiezan los fallos. Justo cuando llegamos a ese punto de no retorno donde todo parece complicadísimo. Será complicado avanzar, pero lo es más retroceder.
Mi relación con “A” fue apasionada al principio, cuando aún no éramos pareja. Al día siguiente de aquel primer café, nos besamos. Como dos adolescentes, en el portal. Al tercer día nos acostamos. Casi antes de darme cuenta él ya estaba desnudo. Nos divertíamos. Era el principio. Después su pasado empezó a destacar sobre nuestro presente y se complicó todo. Transcurrió el periodo de promoción y la pasión empezó a tambalearse. Aun así, juntos fuimos pasando el tiempo. Hacíamos la vista gorda a los momentos menos agradables, tratando de olvidarlos lo antes posible. Pasábamos de puntillas sobre los temas más escabrosos mientras íbamos viviendo nuestra vida. Nos inventamos una competición de mentiras e infidelidades. Quizá sin querer. Quizá queriendo. Hoy somos cómplices de momentos.
Soy de las personas que necesita su espacio. Muchas veces me gusta estar sola. Y otras veces siento que quiero nueva compañía. Nuevos amigos. Nuevos ambientes. Nuevos ingredientes. Algo distinto que cambie la monotonía del día a día. Una nueva rutina con chispa. Es complejo de explicar. Quizá se deba a mi falta de madurez. Quizá a que soy un “espíritu libre” como Biko, o independiente a plazos, como Flecha.
Llegó el momento en el que sentí que debía recoger mis cosas y vivir en mi espacio. Invertí todos mis ahorros en un apartamento. Reformé aquellos cuarenta metros cuadrados dándole mi toque personal. Habitación, salón – comedor con cocina americana y baño. Suficiente para empezar en un espacio distinto. Cuando fui a encargar la tarima que necesitaba para el suelo Biko me acompañó. Pensando en los días que tendría que compartir conmigo, creí más oportuno elegir un color oscuro. Su pelo negro no destacaría tanto, sobre todo en esos periodos en los que se le cae más en abundancia. Con el muestrario de colores delante y puesto que la decisión se me planteaba difícil, hice una prueba. Le arranqué suavemente un puñado de pelos negros y los extendí por las distintas muestras. El pelo negro en la tarima efecto arce destacaba mucho. En la que imitaba el efecto haya, más de lo mismo. Descarté el roble y el wenge fue el elegido. Me pareció perfecto mi plan. El dependiente no daba crédito. Cuando abandonamos la tienda, parecía más una peluquería por los restos de Biko-pelo abandonados en el suelo, que una tienda de materiales de reforma.
La separación en nuestra convivencia finalmente no implicó nuestra ruptura total. Hablamos y acordamos mantener la relación más o menos como hasta la fecha, solo que cada uno viviría en su casa. La oficina seguiría instalada en la habitación pequeña. Cada mañana yo llegaría a eso de las once. Justo a tiempo de mi turno de paseo. Biko se quedaría durmiendo en casa de “A” mientras yo, volvería a mi apartamento entrada la noche. Los fines de semana compartiríamos custodia.
A los ojos de los demás seguíamos siendo pareja. A los nuestros, una atípica pseudorelación de uno más dos. Después, de dos más dos.
Me fui a pasar el fin de semana a Segovia. Allí viven mis padres y dos de mis hermanas. Biko fue conmigo. Mi familia nunca ha sido de animales de compañía en casa hasta que Biko llegó. Mi padre es su abuelo. Mis hermanas sus tías. Mi madre es la única que tardó en reconocer a su nieto. Le tiene miedo. Un día, en uno de sus arrebatos me planteó el ultimátum de tener que elegir entre ella o Biko. No di una respuesta verbal. Los hechos la han respondido por si mismos. La quiero a ella y a Biko. No es posible la elección. Recapacitó. Seguiré siendo su hija y verá a su nieto con distancia. Acepté el trato.
Paseábamos aquella tarde de sábado del mes de marzo por las afueras de la ciudad Biko, su abuelo y yo, cuando nos encontramos un cachorro abandonado. Era pequeño y precioso. No había nadie próximo a él. Caía la noche y el cachorro estaba perdido. Obviamente yo no iba a dejarlo allí, a la intemperie. Caminamos algo más, buscamos a alguna persona que pudiera estar desesperada (yo lo estaría), esperamos y nada. Quizá sólo estaba extraviado y no abandonado, pensé. Imaginaba cómo estaría yo actuando si Biko se me hubiese perdido. Hubiera movilizado a mis amigos y no tan amigos. Estaría gritando su nombre a voces, desesperada. Pero desde luego, a un cachorrito de menos de tres meses no le hubiera quitado el ojo de encima en todo el paseo. No pensé más. Cogí al cachorro entre mis brazos y nos fuimos a casa. A la hora de dormir, esa primera noche, para que no hiciese pis y caca por toda la casa, le instalé en la cocina con la puerta cerrada. Fue increíble su manera de ladrar, llorar y arañar la puerta para salir. Me acerqué a ver qué pasaba. En cuanto abrí la puerta salió corriendo con su torpeza de bebé a refugiarse en el regazo de Biko y allí se quedó durmiendo. Mi padre dijo que nos aceptaba en su casa aquella noche pero ni una más. Por si no tenía bastante con los arrebatos maternos resultó que mi padre también tiene los suyos. Debió de ser por contagio matrimonial. De cuando estuvieron casados. Treinta años son mucho tiempo como para no imitar manías. El domingo por la mañana llamé a la protectora de animales. Por suerte no contestaron. Por la noche volvimos a Madrid Biko, el cachorro y yo. Llevé al pequeño al veterinario. Resultó ser pequeña, de algo más de dos meses y raza indefinida. - ¿Cuál sería mayor locura, adoptarla o entregarla?- me preguntaba. Corría por el parque persiguiendo a Biko a la velocidad que la permitía su pequeño cuerpo. Sus movimientos eran descolocados, sin control. Su rabo marrón perdía el color hacia la punta simulando una flecha. Durante una semana dudé de cuál sería la mejor decisión. Mientras, ella se adoptó a las costumbres: los paseos, los bocadillos y las trastadas.
Faltaba ponerla nombre. Cuando le encontré fue la señal clave para dejar de dudar. Era demasiado tarde para no quererla. Flecha se había instalado en mi vida. Mis padres tienen dos nietos, Biko y Flecha. Mis hermanas dos sobrinos, Flecha y Biko. Y yo, mi suelo color wenge elegido expresamente para que quedase camuflado el pelo negro, lleno de marrones y rubios pelos. Y todo, sin querer.
Mi relación con “A” fue apasionada al principio, cuando aún no éramos pareja. Al día siguiente de aquel primer café, nos besamos. Como dos adolescentes, en el portal. Al tercer día nos acostamos. Casi antes de darme cuenta él ya estaba desnudo. Nos divertíamos. Era el principio. Después su pasado empezó a destacar sobre nuestro presente y se complicó todo. Transcurrió el periodo de promoción y la pasión empezó a tambalearse. Aun así, juntos fuimos pasando el tiempo. Hacíamos la vista gorda a los momentos menos agradables, tratando de olvidarlos lo antes posible. Pasábamos de puntillas sobre los temas más escabrosos mientras íbamos viviendo nuestra vida. Nos inventamos una competición de mentiras e infidelidades. Quizá sin querer. Quizá queriendo. Hoy somos cómplices de momentos.
Soy de las personas que necesita su espacio. Muchas veces me gusta estar sola. Y otras veces siento que quiero nueva compañía. Nuevos amigos. Nuevos ambientes. Nuevos ingredientes. Algo distinto que cambie la monotonía del día a día. Una nueva rutina con chispa. Es complejo de explicar. Quizá se deba a mi falta de madurez. Quizá a que soy un “espíritu libre” como Biko, o independiente a plazos, como Flecha.
Llegó el momento en el que sentí que debía recoger mis cosas y vivir en mi espacio. Invertí todos mis ahorros en un apartamento. Reformé aquellos cuarenta metros cuadrados dándole mi toque personal. Habitación, salón – comedor con cocina americana y baño. Suficiente para empezar en un espacio distinto. Cuando fui a encargar la tarima que necesitaba para el suelo Biko me acompañó. Pensando en los días que tendría que compartir conmigo, creí más oportuno elegir un color oscuro. Su pelo negro no destacaría tanto, sobre todo en esos periodos en los que se le cae más en abundancia. Con el muestrario de colores delante y puesto que la decisión se me planteaba difícil, hice una prueba. Le arranqué suavemente un puñado de pelos negros y los extendí por las distintas muestras. El pelo negro en la tarima efecto arce destacaba mucho. En la que imitaba el efecto haya, más de lo mismo. Descarté el roble y el wenge fue el elegido. Me pareció perfecto mi plan. El dependiente no daba crédito. Cuando abandonamos la tienda, parecía más una peluquería por los restos de Biko-pelo abandonados en el suelo, que una tienda de materiales de reforma.
La separación en nuestra convivencia finalmente no implicó nuestra ruptura total. Hablamos y acordamos mantener la relación más o menos como hasta la fecha, solo que cada uno viviría en su casa. La oficina seguiría instalada en la habitación pequeña. Cada mañana yo llegaría a eso de las once. Justo a tiempo de mi turno de paseo. Biko se quedaría durmiendo en casa de “A” mientras yo, volvería a mi apartamento entrada la noche. Los fines de semana compartiríamos custodia.
A los ojos de los demás seguíamos siendo pareja. A los nuestros, una atípica pseudorelación de uno más dos. Después, de dos más dos.
Me fui a pasar el fin de semana a Segovia. Allí viven mis padres y dos de mis hermanas. Biko fue conmigo. Mi familia nunca ha sido de animales de compañía en casa hasta que Biko llegó. Mi padre es su abuelo. Mis hermanas sus tías. Mi madre es la única que tardó en reconocer a su nieto. Le tiene miedo. Un día, en uno de sus arrebatos me planteó el ultimátum de tener que elegir entre ella o Biko. No di una respuesta verbal. Los hechos la han respondido por si mismos. La quiero a ella y a Biko. No es posible la elección. Recapacitó. Seguiré siendo su hija y verá a su nieto con distancia. Acepté el trato.
Paseábamos aquella tarde de sábado del mes de marzo por las afueras de la ciudad Biko, su abuelo y yo, cuando nos encontramos un cachorro abandonado. Era pequeño y precioso. No había nadie próximo a él. Caía la noche y el cachorro estaba perdido. Obviamente yo no iba a dejarlo allí, a la intemperie. Caminamos algo más, buscamos a alguna persona que pudiera estar desesperada (yo lo estaría), esperamos y nada. Quizá sólo estaba extraviado y no abandonado, pensé. Imaginaba cómo estaría yo actuando si Biko se me hubiese perdido. Hubiera movilizado a mis amigos y no tan amigos. Estaría gritando su nombre a voces, desesperada. Pero desde luego, a un cachorrito de menos de tres meses no le hubiera quitado el ojo de encima en todo el paseo. No pensé más. Cogí al cachorro entre mis brazos y nos fuimos a casa. A la hora de dormir, esa primera noche, para que no hiciese pis y caca por toda la casa, le instalé en la cocina con la puerta cerrada. Fue increíble su manera de ladrar, llorar y arañar la puerta para salir. Me acerqué a ver qué pasaba. En cuanto abrí la puerta salió corriendo con su torpeza de bebé a refugiarse en el regazo de Biko y allí se quedó durmiendo. Mi padre dijo que nos aceptaba en su casa aquella noche pero ni una más. Por si no tenía bastante con los arrebatos maternos resultó que mi padre también tiene los suyos. Debió de ser por contagio matrimonial. De cuando estuvieron casados. Treinta años son mucho tiempo como para no imitar manías. El domingo por la mañana llamé a la protectora de animales. Por suerte no contestaron. Por la noche volvimos a Madrid Biko, el cachorro y yo. Llevé al pequeño al veterinario. Resultó ser pequeña, de algo más de dos meses y raza indefinida. - ¿Cuál sería mayor locura, adoptarla o entregarla?- me preguntaba. Corría por el parque persiguiendo a Biko a la velocidad que la permitía su pequeño cuerpo. Sus movimientos eran descolocados, sin control. Su rabo marrón perdía el color hacia la punta simulando una flecha. Durante una semana dudé de cuál sería la mejor decisión. Mientras, ella se adoptó a las costumbres: los paseos, los bocadillos y las trastadas.
Faltaba ponerla nombre. Cuando le encontré fue la señal clave para dejar de dudar. Era demasiado tarde para no quererla. Flecha se había instalado en mi vida. Mis padres tienen dos nietos, Biko y Flecha. Mis hermanas dos sobrinos, Flecha y Biko. Y yo, mi suelo color wenge elegido expresamente para que quedase camuflado el pelo negro, lleno de marrones y rubios pelos. Y todo, sin querer.
martes, 18 de febrero de 2014
Reorganizar costumbres
Me dedico a organizar bodas. Y a pesar que han sido muchas, trato siempre de hacer que cada una sea exclusiva, especial. Mi teléfono está operativo veinticuatro horas al día. No tengo horario concreto. Organizo mi agenda dependiendo de las citas y reuniones que van surgiendo. Cuando empieza la primavera dejan de existir los fines de semana. Viernes, sábados y domingos estoy de boda.
Sin saber cocinar, combino distintos platos, con sus salsas y guarniciones, hasta componer diferentes menús. Los platos que forman un menú deben seguir un orden marcado por el sabor y el valor alimenticio de sus ingredientes. Trato de tenerlo en cuenta. Si la merluza a la sidra lleva almejas y patatitas al vapor, que el solomillo al carbón no lleve patatas aunque vayan a ser risoladas. La última palabra la tienen las parejas de novios. Muchas veces me sorprenden. Una vez los invitados terminaron la cena con cara de frambuesa. Los novios eligieron: Ensalada de queso de cabra, con cebolla al caramelo y frutos rojos; sorbete de frambuesa, solomillo hojaldrado al foie con emulsión de frambuesa y de postre, espuma de yogurt con frutos del bosque. Aquello fue un empacho de sabor agridulce y color rojo. Pero fue su decisión. Era su boda.
Intento cuidar los detalles. Aconsejo que el color del mantel elegido no parezca la prolongación del vestido de la madrina. Todo depende de la comunicación entre la novia y su futura suegra. Cuando ésta no existe hay muchas posibilidades de acertar con la catástrofe. Se cumple la Ley de Murphy y quedan las pruebas gráficas. Fotos de los novios y padres de los respectivos alrededor de la mesa presidencial. Esa mesa con el mantel que lleva de vestido la madrina. Trato de no perder los nervios. Soy una profesional. Que el fotógrafo mueva de sitio a la familia. En caso de posible inestabilidad climatológica dejo bien claro que no tengo control sobre las nubes. No soy responsable de la lluvia. El único plan posible es sonreír, transmitir felicidad y al día siguiente llevar el vestido de novia al tinte. Yo también termino empapada. No puedo hacer otra cosa. Tengo hilo y aguja en mi bolso. No soy muy mañosa zurciendo pero tuve que coser el pantalón del smoking de uno de los testigos. Estuvimos algo más de diez minutos a solas. Él en calzoncillos y yo dando puntadas con una mano mientras con la otra cruzaba los dedos para que nadie nos pillase. No estaba haciendo nada malo pero hubiera sido complejo de explicar. Al final me dio su número de teléfono. No le llamé.
Suena mi móvil. Es la duodécima vez que me llama el novio que se casa este sábado. Normalmente son ellas las que ponen más dedicación en la organización de la boda. De vez en cuando sale un novio dedicado. Esta vez me ha tocado el que más. Le echaré de menos cuando termine su día.
Pongo las correas a Biko y Flecha. Es el momento de su paseo.
Cuando Biko se instaló en mi vida, yo vivía con “A”. Había alquilado un piso de unos setenta metros cuadrados en la zona de Goya, Madrid. Vimos unos cuantos antes de decidirse. Éste se llevó todos mis votos. El último piso de un edificio de seis plantas. Con ventanales al sur, este y oeste. Mucha luz. Los propietarios hicieron una reforma en plan minimalista, lo que tenía sus contras: Pocos radiadores por considerarlos nada estéticos. En invierno hace mucho frío. El tendedero en zona no visible. Hay que meterse en la bañera o subirse a la encimera de la cocina para poder tender la ropa. Los techos son muy altos. En verano hace mucho calor. Detalles que hemos ido descubriendo a lo largo de los meses. Pero a mí me encantó cuando le vi. “A” me mandó de avanzadilla. El encargado de mostrarle era el portero. Jesús, un señor que vino del pueblo a la capital para ganarse la vida. Encantador. En unos años se jubilaría. Subimos juntos a verlo. Estaba sin amueblar y con las persianas levantadas. Entraba la luz por todas partes. Recibidor, salón comedor, habitación pequeña que sería la oficina, habitación principal, baño y mini cocina con puerta corredera de cristal. Para mí era perfecto, ahora “A” tenía que dar su visto bueno. En una hora volvimos a visitarlo. Se tomó, ese día sí, parte de la mañana para concretarlo todo.
En el contrato de arrendamiento había una claúsula específica que prohibía tener mascotas. No se la dio importancia. Quedó firmado. Un año después obviamos la prohibición y Biko entró por la puerta para quedarse. Pasados tres años, lo hizo Flecha. Hay hechos en la vida que no han sido considerados y ocurren. Les aceptamos como vienen. Nos son discutibles.
Primero se instaló “A”. Después lo hice yo. Más tarde Biko ocupó su espacio. Reorganizamos nuestras costumbres. Quien más madrugaba era “A”. Su rutina era, primero café, ducha y a trabajar. Después café, ducha, paseo a Biko y a trabajar a las ocho. Yo nunca he sido de madrugar. Mis trabajos anteriores tampoco me lo han exigido. Ahora no es la excepción. Ninguna pareja de novios quedaría antes de las diez de la mañana para hablar de la organización de su boda. Quizá pudiera existir alguna. Por suerte ésta a mi no me llama. Asi pues mi día a día era, primero café, ducha y a trabajar en la habitación pequeña destinada como oficina. Después café, ducha, paseo a Biko y a trabajar a las diez. A veces son las once. Biko también se ha adaptado a las nuevas costumbres. Sabe que los paseos del día son cortos. El primero, a las ocho de la mañana, una vuelta a la manzana. El segundo, a las once, una vuelta a dos manzanas. El tercero, a las tres, una vuelta a tres manzanas. El cuarto, a las ocho de la tarde, es el más esperado por él. Sabe que vamos al parque y allí estaremos de una a dos horas. Tiempo suficiente, cada día, para que todos hagamos amigos. A Jesús, el portero, le encantan los perros. El también tiene uno, Bruno (macho, de raza huski y color gris y blanco de ojos azules, para más señas). Es su pequeño, con tres años y más de cuarenta kilos. Somos así la mayoría de las personas que tenemos perros. Al menos perros en la ciudad. No son simples perros que viven en un piso, en un apartamento, que duermen en tu propia cama, son nuestros bebés, nuestros cachorros, los niños de nuestros ojos. Uno más de la familia. Y ellos lo saben. Ellos lo sienten. Y muchas veces se aprovechan de eso. Son más que mis perros. Son los peques de la casa. Los consentidos.
Biko debería haber sido un perro tranquilo. Los de su raza son los elegidos para ser guía de ciegos. Él es diferente. Es independiente y muy travieso. Dicen que los perros adoptan el carácter y forma de ser de los dueños. Realmente él tiene un poco de los dos. Sus fechorías me han costado más de un disgusto, más de una discusión y más de quinientos euros. En una ocasión decidió comprobar la dureza del cristal de las gafas, recién estrenadas para más inri, de “A”. Estaban en la mesita baja frente al sofá. Aparecieron en el suelo, abandonadas en medio del salón, con el cristal chascado. Fue en décimas de segundo. Cuando las encontré Biko se hacía el dormido. Le hubiera estrangulado. No tanto por el hecho en sí, era cuestión de euros, sino por la bronca que nos iba a caer. Soy muy protectora y aunque se mereciera un azote, que se lo dí, jamás permitiría una reprimenda más violenta. Es un perro. Como un bebé. Sin conciencia y con conocimiento. Acordé con Biko que asumiría las culpas. Se libraría de un buen correazo. Me debía una. Ya me la devolvería. Inventé que me había tropezado, las gafas cayeron al suelo y el tacón de mi zapato crujió sobre el cristal. Coló. Fueron cincuenta euros.
Otro día paseando por el parque decidió comprobar la resistencia del dedo meñique de “A” ante una dentellada. Biko hizo una de sus escapadas mientras nosotros charlábamos. De pronto fue hacia él un perrazo (macho, raza boxer, color marrón y el doble en todo, para más señas). Se ladraron. Se echaron los dientes. Gritamos. Biko tenía todas las de perder. “A” se metió en la pelea. Su dedo meñique terminó colgando de la mano. Otra vez en décimas de segundo. Terminamos en el hospital. El dedo se salvó. “A” recuperó, al cabo de un par de horas, el color en su semblante, y en unos meses, la sensibilidad táctil. Fue un buen susto.
Luego le dio por ensañarse con las prendas de marca. Yo soy más impulsiva comprando y me privan las rebajas, los trapitos a euro, los mercadillos y los chollos. “A” selecciona más la ropa que elige. Siempre de marca. He repuesto guantes de Addidas, bufandas Lacoste, calzoncillos Calvin Clein. En otros momentos he ocultado los restos de las pruebas. – No tengo ni idea de dónde puede estar el calcetín derecho de Ralph Lauren - he respondido cruzando los dedos. Al principio no sabíamos cuando nos iba a tocar la trastada. No controlábamos su comportamiento. De la convivencia hemos aprendido todos. Biko sabe lo que quiere. Si es la hora de uno de sus paseos y no le sacamos, cuando volvamos tendremos sorpresa. Si le apetece una galleta y no le invitamos, planeará qué se comerá en nuestra próxima ausencia. Si le dejamos sólo más tiempo del habitual sacará la ropa de la lavadora y la distribuirá por toda la casa. Con suerte, sin roturas.
Jesús, el portero, siempre ha llamado a Biko cachorro. Desde el primer día le ha mimado, acariciado e invitado a algo. Los perros aprenden muy pronto las costumbres que les interesan. Controlan los horarios. Reclaman sus recompensas. Biko no iba a ser menos. Mejor, es el que más.
Volvemos del paseo de las once. Biko y Flecha buscando su bocadillo. Los últimos metros de vuelta al portal los recorremos en cero coma décimas. Jesús ya tiene media barra de pan con mortadela dividida en dos partes para “los niños”. El día que Jesús está ocupado o no ha tenido tiempo de ir a comprar el bocadillo, tengo problemas. Los niños suben enfadados. Muy enfadados. Cuando me despisto rompen algo. Ya lo he comprobado así que tengo bien dicho a Jesús que no me puede fallar. Si vuelve a estar ocupado me deja el bocadillo en el cajón del recibidor del portal y me encargo de repartírselo. Cada fin de mes colaboramos económicamente para este almuerzo. Subimos en el ascensor, los tres tan contentos.
Sin saber cocinar, combino distintos platos, con sus salsas y guarniciones, hasta componer diferentes menús. Los platos que forman un menú deben seguir un orden marcado por el sabor y el valor alimenticio de sus ingredientes. Trato de tenerlo en cuenta. Si la merluza a la sidra lleva almejas y patatitas al vapor, que el solomillo al carbón no lleve patatas aunque vayan a ser risoladas. La última palabra la tienen las parejas de novios. Muchas veces me sorprenden. Una vez los invitados terminaron la cena con cara de frambuesa. Los novios eligieron: Ensalada de queso de cabra, con cebolla al caramelo y frutos rojos; sorbete de frambuesa, solomillo hojaldrado al foie con emulsión de frambuesa y de postre, espuma de yogurt con frutos del bosque. Aquello fue un empacho de sabor agridulce y color rojo. Pero fue su decisión. Era su boda.
Intento cuidar los detalles. Aconsejo que el color del mantel elegido no parezca la prolongación del vestido de la madrina. Todo depende de la comunicación entre la novia y su futura suegra. Cuando ésta no existe hay muchas posibilidades de acertar con la catástrofe. Se cumple la Ley de Murphy y quedan las pruebas gráficas. Fotos de los novios y padres de los respectivos alrededor de la mesa presidencial. Esa mesa con el mantel que lleva de vestido la madrina. Trato de no perder los nervios. Soy una profesional. Que el fotógrafo mueva de sitio a la familia. En caso de posible inestabilidad climatológica dejo bien claro que no tengo control sobre las nubes. No soy responsable de la lluvia. El único plan posible es sonreír, transmitir felicidad y al día siguiente llevar el vestido de novia al tinte. Yo también termino empapada. No puedo hacer otra cosa. Tengo hilo y aguja en mi bolso. No soy muy mañosa zurciendo pero tuve que coser el pantalón del smoking de uno de los testigos. Estuvimos algo más de diez minutos a solas. Él en calzoncillos y yo dando puntadas con una mano mientras con la otra cruzaba los dedos para que nadie nos pillase. No estaba haciendo nada malo pero hubiera sido complejo de explicar. Al final me dio su número de teléfono. No le llamé.
Suena mi móvil. Es la duodécima vez que me llama el novio que se casa este sábado. Normalmente son ellas las que ponen más dedicación en la organización de la boda. De vez en cuando sale un novio dedicado. Esta vez me ha tocado el que más. Le echaré de menos cuando termine su día.
Pongo las correas a Biko y Flecha. Es el momento de su paseo.
Cuando Biko se instaló en mi vida, yo vivía con “A”. Había alquilado un piso de unos setenta metros cuadrados en la zona de Goya, Madrid. Vimos unos cuantos antes de decidirse. Éste se llevó todos mis votos. El último piso de un edificio de seis plantas. Con ventanales al sur, este y oeste. Mucha luz. Los propietarios hicieron una reforma en plan minimalista, lo que tenía sus contras: Pocos radiadores por considerarlos nada estéticos. En invierno hace mucho frío. El tendedero en zona no visible. Hay que meterse en la bañera o subirse a la encimera de la cocina para poder tender la ropa. Los techos son muy altos. En verano hace mucho calor. Detalles que hemos ido descubriendo a lo largo de los meses. Pero a mí me encantó cuando le vi. “A” me mandó de avanzadilla. El encargado de mostrarle era el portero. Jesús, un señor que vino del pueblo a la capital para ganarse la vida. Encantador. En unos años se jubilaría. Subimos juntos a verlo. Estaba sin amueblar y con las persianas levantadas. Entraba la luz por todas partes. Recibidor, salón comedor, habitación pequeña que sería la oficina, habitación principal, baño y mini cocina con puerta corredera de cristal. Para mí era perfecto, ahora “A” tenía que dar su visto bueno. En una hora volvimos a visitarlo. Se tomó, ese día sí, parte de la mañana para concretarlo todo.
En el contrato de arrendamiento había una claúsula específica que prohibía tener mascotas. No se la dio importancia. Quedó firmado. Un año después obviamos la prohibición y Biko entró por la puerta para quedarse. Pasados tres años, lo hizo Flecha. Hay hechos en la vida que no han sido considerados y ocurren. Les aceptamos como vienen. Nos son discutibles.
Primero se instaló “A”. Después lo hice yo. Más tarde Biko ocupó su espacio. Reorganizamos nuestras costumbres. Quien más madrugaba era “A”. Su rutina era, primero café, ducha y a trabajar. Después café, ducha, paseo a Biko y a trabajar a las ocho. Yo nunca he sido de madrugar. Mis trabajos anteriores tampoco me lo han exigido. Ahora no es la excepción. Ninguna pareja de novios quedaría antes de las diez de la mañana para hablar de la organización de su boda. Quizá pudiera existir alguna. Por suerte ésta a mi no me llama. Asi pues mi día a día era, primero café, ducha y a trabajar en la habitación pequeña destinada como oficina. Después café, ducha, paseo a Biko y a trabajar a las diez. A veces son las once. Biko también se ha adaptado a las nuevas costumbres. Sabe que los paseos del día son cortos. El primero, a las ocho de la mañana, una vuelta a la manzana. El segundo, a las once, una vuelta a dos manzanas. El tercero, a las tres, una vuelta a tres manzanas. El cuarto, a las ocho de la tarde, es el más esperado por él. Sabe que vamos al parque y allí estaremos de una a dos horas. Tiempo suficiente, cada día, para que todos hagamos amigos. A Jesús, el portero, le encantan los perros. El también tiene uno, Bruno (macho, de raza huski y color gris y blanco de ojos azules, para más señas). Es su pequeño, con tres años y más de cuarenta kilos. Somos así la mayoría de las personas que tenemos perros. Al menos perros en la ciudad. No son simples perros que viven en un piso, en un apartamento, que duermen en tu propia cama, son nuestros bebés, nuestros cachorros, los niños de nuestros ojos. Uno más de la familia. Y ellos lo saben. Ellos lo sienten. Y muchas veces se aprovechan de eso. Son más que mis perros. Son los peques de la casa. Los consentidos.
Biko debería haber sido un perro tranquilo. Los de su raza son los elegidos para ser guía de ciegos. Él es diferente. Es independiente y muy travieso. Dicen que los perros adoptan el carácter y forma de ser de los dueños. Realmente él tiene un poco de los dos. Sus fechorías me han costado más de un disgusto, más de una discusión y más de quinientos euros. En una ocasión decidió comprobar la dureza del cristal de las gafas, recién estrenadas para más inri, de “A”. Estaban en la mesita baja frente al sofá. Aparecieron en el suelo, abandonadas en medio del salón, con el cristal chascado. Fue en décimas de segundo. Cuando las encontré Biko se hacía el dormido. Le hubiera estrangulado. No tanto por el hecho en sí, era cuestión de euros, sino por la bronca que nos iba a caer. Soy muy protectora y aunque se mereciera un azote, que se lo dí, jamás permitiría una reprimenda más violenta. Es un perro. Como un bebé. Sin conciencia y con conocimiento. Acordé con Biko que asumiría las culpas. Se libraría de un buen correazo. Me debía una. Ya me la devolvería. Inventé que me había tropezado, las gafas cayeron al suelo y el tacón de mi zapato crujió sobre el cristal. Coló. Fueron cincuenta euros.
Otro día paseando por el parque decidió comprobar la resistencia del dedo meñique de “A” ante una dentellada. Biko hizo una de sus escapadas mientras nosotros charlábamos. De pronto fue hacia él un perrazo (macho, raza boxer, color marrón y el doble en todo, para más señas). Se ladraron. Se echaron los dientes. Gritamos. Biko tenía todas las de perder. “A” se metió en la pelea. Su dedo meñique terminó colgando de la mano. Otra vez en décimas de segundo. Terminamos en el hospital. El dedo se salvó. “A” recuperó, al cabo de un par de horas, el color en su semblante, y en unos meses, la sensibilidad táctil. Fue un buen susto.
Luego le dio por ensañarse con las prendas de marca. Yo soy más impulsiva comprando y me privan las rebajas, los trapitos a euro, los mercadillos y los chollos. “A” selecciona más la ropa que elige. Siempre de marca. He repuesto guantes de Addidas, bufandas Lacoste, calzoncillos Calvin Clein. En otros momentos he ocultado los restos de las pruebas. – No tengo ni idea de dónde puede estar el calcetín derecho de Ralph Lauren - he respondido cruzando los dedos. Al principio no sabíamos cuando nos iba a tocar la trastada. No controlábamos su comportamiento. De la convivencia hemos aprendido todos. Biko sabe lo que quiere. Si es la hora de uno de sus paseos y no le sacamos, cuando volvamos tendremos sorpresa. Si le apetece una galleta y no le invitamos, planeará qué se comerá en nuestra próxima ausencia. Si le dejamos sólo más tiempo del habitual sacará la ropa de la lavadora y la distribuirá por toda la casa. Con suerte, sin roturas.
Jesús, el portero, siempre ha llamado a Biko cachorro. Desde el primer día le ha mimado, acariciado e invitado a algo. Los perros aprenden muy pronto las costumbres que les interesan. Controlan los horarios. Reclaman sus recompensas. Biko no iba a ser menos. Mejor, es el que más.
Volvemos del paseo de las once. Biko y Flecha buscando su bocadillo. Los últimos metros de vuelta al portal los recorremos en cero coma décimas. Jesús ya tiene media barra de pan con mortadela dividida en dos partes para “los niños”. El día que Jesús está ocupado o no ha tenido tiempo de ir a comprar el bocadillo, tengo problemas. Los niños suben enfadados. Muy enfadados. Cuando me despisto rompen algo. Ya lo he comprobado así que tengo bien dicho a Jesús que no me puede fallar. Si vuelve a estar ocupado me deja el bocadillo en el cajón del recibidor del portal y me encargo de repartírselo. Cada fin de mes colaboramos económicamente para este almuerzo. Subimos en el ascensor, los tres tan contentos.
lunes, 17 de febrero de 2014
Y llegó Biko
Mi relación con los animales, más concretamente con el mundo de los perros como animales de compañía, empezó hace más ó menos diez años. Cuando mi relación sentimental con mi Plan “A” empezaba a estabilizarse, Biko (macho, de raza labrador y color negro para más señas) apareció para desestabilizarme, fundamentalmente de los tacones que solía llevar, porque sus paseos por la ciudad, hasta que aprendí a controlarle, eran toda una odisea. Más que salir yo a pasearle a él, lo que hacía él era pasearme a mí a un ritmo de trote que mis zapatos y botines de tacón alto no podían soportar. Y entre dislocarme un tobillo o cambiar de calzado, me pareció más inteligente esta última opción, cambiando mi vestuario radicalmente. Hoy siempre llevo la huella de una pezuña polvorienta en alguna parte de mi camisa o pantalón y calzo zapato plano. También he aprendido a silbar y no tengo ningún complejo en lanzarme a gritar su nombre a los cuatro vientos cuando en el parque este “espíritu libre” hace una de sus escapadas. De ahí que además del descontrol de mis tacones, Biko haya descontrolado mi forma correcta de ser y estar. Y al tiempo apareció Flecha (hembra, de raza indefinida y color canela para más señas), justo cuando mi relación con “A” empezaba a desestabilizarse y Biko ya estaba totalmente integrado.
La vida es una caja de sorpresas. Quién me iba a decir a mí que yo sería madre de dos perros cuando jamás he tenido relación con animal alguno (entendida esta expresión como relación con animal-mascota y no con animal-humano, que en este caso algunos he conocido). Jamás en mi vida tuve relación, ni buena ni mala, con animales y he obviado desarrollar mi instinto maternal, a pesar de mi edad. Ya he cumplido los treinta y tantos. No los aparento. A pesar de ello, aquí estoy compartiendo mi vida con Biko, Flecha y “A”. A ratos con “B”, “C” y otros planes que no cabe aquí mencionar. No voy a contar mi vida, o quizá sí. Es complicada e incoherente.
Biko fue abandonado, junto con toda la camada, cuando era un cachorro. La cuñada de “A” los encontró paseando por el campo en Sevilla. Allí estaban los pequeños entre ramas y cartones. No puedo entender lo desalmado que puede ser el ser humano cometiendo tal crimen. Claro que si abandonar bebés de raza humana está a la orden del día, abandonar cachorros empieza a ser deporte nacional. No quiero explayarme en este tema porque brota mi espíritu más radical y no trato de hacer aquí un manifiesto contra el maltrato animal (aunque realmente me apeteciera). Confío en la evolución mental del ser humano y en que algún día se lleguen a superar determinadas tradiciones que hieren a los animales, y a mí, en lo más profundo del corazón.
Todos los cachorros fueron recogidos y distribuidos en hogares que les aceptaron de buen grado, y “A” adoptó a Biko. Durante su primer año de vida, Biko estuvo en una finca en el campo, compartiendo fechorías con uno de sus hermanos, pero por circunstancias de la vida, su destino fue vivir en Madrid capital, tener una hermana y muchos amigos. Cuando entró por la puerta de casa, tenía un año y miles de millones de garrapatas. Lo primero que teníamos que hacer era desparasitarle. Debido a nuestra falta de experiencia en estos menesteres, pensamos que lo más fácil y cómodo era llevarle a una clínica veterinaria. Hoy, seis años después, mi destreza para llevar a cabo su baño sin tener que llamar a la brigada de limpieza y des-inundación es asombrosa. He aprendido también a ser amiga de sus amiguitos (otros perros con los que juega en el parque) y soy capaz de inspeccionar sus orejas y otras extremidades en busca de parásitos con una precisión de profesional.
Aquella mañana me tocó a mí esa labor. “A” tenía que estar en la oficina. Aunque como trabajador para el Estado en un departamento económico de una de sus instituciones (funcionario en resumidas cuentas) podría haberse tomado parte de la mañana, yo estaba más libre. Mi trabajo, salvo reuniones concretas, no tiene horario. Después del café, ducha y selección de vestuario con un buen zapato de tacón alto, imprescindible en mi vestuario por aquel entonces, salí con Biko de la mano. Mejor, salí tirando de su correa. Tiendo a humanizar todo lo relacionado con perros. Fue toda una experiencia. Biko estaba muy desorientado y un poco temeroso por los ruidos de la ciudad. Hasta esa fecha controlaba el canto de los pajaritos, el goteo de la lluvia e incluso el estruendoso explotar de los fuegos artificiales y desconocía los pitidos de los coches, el ronroneo de las maquinas al taladrar las aceras y los múltiples gritos de la humanidad.
Él tiraba hacia la derecha cuando yo pretendía ir a la izquierda. Él se paraba a orinar en cada esquina mientras yo trataba de sonreír a los porteros de los edificios y me dirigía a él con un no dubitativo. Él pretendía arrancarse a correr cuando yo lo que deseaba era arrancarme los tacones que en maldita hora me había puesto. Él se paraba en seco para sacudirse las garrapatas y yo hacía ademán de esquivarlas con un contorneo poco apropiado y menos equilibrado. Éramos dos desconocidos. Él no me había reconocido aún como madre. Yo no le había asimilado como hijo. Finalmente llegamos a la clínica. La auxiliar aceptó quedárselo por dos horas y treinta y cinco euros. Me fui de allí con un poco de pena. Me pareció ver tristeza en su mirada. A pesar de todo, habíamos conectado.
Cuando entró por la puerta de casa la segunda vez, tenía brillante su pelo negro, luminosos sus ojos color miel y decenas de parásitos. En unos cuantos días caerían todos, diagnosticó el veterinario. Me pasé las siguientes horas barriendo la casa a cada tanto. Desprendía bichitos muertos en cada uno de sus recorridos. Un nuevo miembro, Biko, se había instalado en mi vida.
La vida es una caja de sorpresas. Quién me iba a decir a mí que yo sería madre de dos perros cuando jamás he tenido relación con animal alguno (entendida esta expresión como relación con animal-mascota y no con animal-humano, que en este caso algunos he conocido). Jamás en mi vida tuve relación, ni buena ni mala, con animales y he obviado desarrollar mi instinto maternal, a pesar de mi edad. Ya he cumplido los treinta y tantos. No los aparento. A pesar de ello, aquí estoy compartiendo mi vida con Biko, Flecha y “A”. A ratos con “B”, “C” y otros planes que no cabe aquí mencionar. No voy a contar mi vida, o quizá sí. Es complicada e incoherente.
Biko fue abandonado, junto con toda la camada, cuando era un cachorro. La cuñada de “A” los encontró paseando por el campo en Sevilla. Allí estaban los pequeños entre ramas y cartones. No puedo entender lo desalmado que puede ser el ser humano cometiendo tal crimen. Claro que si abandonar bebés de raza humana está a la orden del día, abandonar cachorros empieza a ser deporte nacional. No quiero explayarme en este tema porque brota mi espíritu más radical y no trato de hacer aquí un manifiesto contra el maltrato animal (aunque realmente me apeteciera). Confío en la evolución mental del ser humano y en que algún día se lleguen a superar determinadas tradiciones que hieren a los animales, y a mí, en lo más profundo del corazón.
Todos los cachorros fueron recogidos y distribuidos en hogares que les aceptaron de buen grado, y “A” adoptó a Biko. Durante su primer año de vida, Biko estuvo en una finca en el campo, compartiendo fechorías con uno de sus hermanos, pero por circunstancias de la vida, su destino fue vivir en Madrid capital, tener una hermana y muchos amigos. Cuando entró por la puerta de casa, tenía un año y miles de millones de garrapatas. Lo primero que teníamos que hacer era desparasitarle. Debido a nuestra falta de experiencia en estos menesteres, pensamos que lo más fácil y cómodo era llevarle a una clínica veterinaria. Hoy, seis años después, mi destreza para llevar a cabo su baño sin tener que llamar a la brigada de limpieza y des-inundación es asombrosa. He aprendido también a ser amiga de sus amiguitos (otros perros con los que juega en el parque) y soy capaz de inspeccionar sus orejas y otras extremidades en busca de parásitos con una precisión de profesional.
Aquella mañana me tocó a mí esa labor. “A” tenía que estar en la oficina. Aunque como trabajador para el Estado en un departamento económico de una de sus instituciones (funcionario en resumidas cuentas) podría haberse tomado parte de la mañana, yo estaba más libre. Mi trabajo, salvo reuniones concretas, no tiene horario. Después del café, ducha y selección de vestuario con un buen zapato de tacón alto, imprescindible en mi vestuario por aquel entonces, salí con Biko de la mano. Mejor, salí tirando de su correa. Tiendo a humanizar todo lo relacionado con perros. Fue toda una experiencia. Biko estaba muy desorientado y un poco temeroso por los ruidos de la ciudad. Hasta esa fecha controlaba el canto de los pajaritos, el goteo de la lluvia e incluso el estruendoso explotar de los fuegos artificiales y desconocía los pitidos de los coches, el ronroneo de las maquinas al taladrar las aceras y los múltiples gritos de la humanidad.
Él tiraba hacia la derecha cuando yo pretendía ir a la izquierda. Él se paraba a orinar en cada esquina mientras yo trataba de sonreír a los porteros de los edificios y me dirigía a él con un no dubitativo. Él pretendía arrancarse a correr cuando yo lo que deseaba era arrancarme los tacones que en maldita hora me había puesto. Él se paraba en seco para sacudirse las garrapatas y yo hacía ademán de esquivarlas con un contorneo poco apropiado y menos equilibrado. Éramos dos desconocidos. Él no me había reconocido aún como madre. Yo no le había asimilado como hijo. Finalmente llegamos a la clínica. La auxiliar aceptó quedárselo por dos horas y treinta y cinco euros. Me fui de allí con un poco de pena. Me pareció ver tristeza en su mirada. A pesar de todo, habíamos conectado.
Cuando entró por la puerta de casa la segunda vez, tenía brillante su pelo negro, luminosos sus ojos color miel y decenas de parásitos. En unos cuantos días caerían todos, diagnosticó el veterinario. Me pasé las siguientes horas barriendo la casa a cada tanto. Desprendía bichitos muertos en cada uno de sus recorridos. Un nuevo miembro, Biko, se había instalado en mi vida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)